Enciclopedia jurídica

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Prohibiciones matrimoniales

Derecho Canónico Matrimonial

El código de 1983 establece -aparte de los impedimentos- otras prohibiciones matrimoniales en su articulado. Su característica es que no constituyen circunstancias invalidantes del matrimonio si éste no se celebra eludiendo el obstáculo legal: son circunstancias que aconsejan la no celebración del matrimonio o su dilación por la específica situación en que se encuentran los destinatarios, pero sólo exigible para la licitud del matrimonio.

Dos categorías de prohibiciones son dectetables: las referentes a los matrimonios mixtos y una serie de ellas de contenido desigual descritas en los cc. 1.071, 1.102 y 1.130.

Respecto a los matrimonios mixtos, advirtamos de entrada que, como en la sistemática delCódigo de 1983, se suprimieron los llamados impedimentos impedientes, en los trabajos preparatorios del nuevo Código se vio oportuno reorganizar toda la materia de los matrimonios mixtos, sistematizándola en un capítulo (el VI del tít. VII de la parte 1.ª del libro IV) en el que se regula tanto el antiguo impedimento de mixta religión, como el alcance de la forma canónica en los matrimonios mixtos. Prescindiendo de este último aspecto -que se estudiará al analizar la forma jurídica del matrimonio canónico- la correspondiente prohibición legal de celebración de estos matrimonios se enuncia en el c. 1.124: «está prohibido, sin licencia expresa de la autoridad competente, el matrimonio entre dos personas bautizadas, una de las cuales haya sido bautizada en la Iglesia católica o recibida en ella después del bautismo y no se haya apartado de ella mediante un acto formal, y otra adscrita a una iglesia o comunidad eclesial que no se halle en comunión plena con la Iglesia católica».

El antecedente menos próximo del canon transcrito es el c. 1.060 del Código de 1917. En él se establecía la ilicitud -no la invalidez- del matrimonio celebrado sin previa dispensa entre dos personas válidamente bautizadas, una de ellas católica y la otra afiliada a una secta herética o cismática. Al mismo tiempo implícitamente se hacía notar que este impedimento de Derecho Eclesiástico se convierte en impedimento de derecho divino en los casos en que, de celebrarse el matrimonio, hubiere peligro para la fe católica del cónyuge católico o de la prole. El M.P Matrimonia mixta de 31-III-1970 -que reorganizó la regulación de los matrimonios mixtos-dejó intacta en su número 1 ambos aspectos de este impedimento, explicitando que la causa de su mantenimiento era que tales matrimonios «impiden la plena comunión espiritual de los cónyuges».

El c. 1.124 del actual Código reafirma la prohibición -aunque sin llamarla impedimento-, prohibición que, como en el Código anterior, sólo se establecen para la licitud, no para la validez, del matrimonio de persona sometida a la legislación canónica con persona adscrita a una iglesia o comunidad eclesial que no tiene plena comunión con la Iglesia católica, pero válidamente bautizada. Bajo esta última denominación hay que incluir tanto las iglesias o comunidades protestantes (iglesias de la reforma: luterana, calvinista, anglicana; iglesias libres: valdense, baptista, metodista, congregacionalistas, cuáqueros, etc.; sectas protestantes) como a las iglesias orientales separadas de Roma (Iglesia ortodoxa, por ejemplo); es decir, todas aquellas comunidades cristianas que se han separado, en distintos momentos históricos, de la Iglesia de Roma, siempre que mantengan la profesión de fe en Cristo y acepten la Biblia como palabra revelada por Dios.

Por su parte, el c. 1.125 regula la licencia a través de la cual el Ordinario del lugar puede, en casos concretos, levantar la prohibición. Para la concesión de la licencia ha de concurrir una «causa justa y razonable». Además de esta circunstancia, exige el Código que, antes de concederse la licencia, la parte católica debe hacer las mismas promesas que se exigen -y que ya vimos- para la concesión de la dispensa del impedimento de disparidad de cultos. A la parte no católica no se le exige ninguna garantía especial, aunque habrá de notificársele la promesa y obligación adquirida por la parte católica, así como informársele tanto de los fines y propiedades esenciales del matrimonio, como del deber de no excluirlos.

A su vez, el c. 1.126 indica que corresponde a la Conferencia Episcopal de cada país determinar tanto el modo según el cual han de hacerse estas declaraciones y promesas, como la manera de que quede constancia de las mismas en el fuero externo y de que se informe a la parte no canónica. La conferencia episcopal española, teniendo en cuenta lo prescrito en el M.P. Matrimonia mixta, determinó el 25 de enero de 1971 que habían de hacerse las promesas y la comunicación a la parte católica por escrito, extremo confirmado por el Decreto General de 7 de julio de 1984.

Además de la prohibición estudiada, los cc. 1.071, 1.102 y 1.130 establecen una medida preventiva que actúa en determinadas situaciones especiales. Tal medida se concreta en la necesidad de solicitar licencia del Ordinario del lugar -excepto en caso de necesidad- por parte de quien debe asistir al matrimonio y para la licitud de la propia asistencia, teniendo en cuenta las dificultades que podrán derivarse de la celebración de ciertos matrimonios en situaciones especiales. Tales situaciones son:

1.º El matrimonio de los vagos, es decir, de las personas sin domicilio o cuasidomicilio, con la consiguiente inestabilidad vital.

2.º El matrimonio que no puede ser reconocido o celebrado según la ley civil. La finalidad de la prohibición es evitar la anómala situación de un matrimonio canónico desprovisto de efectos civiles, por concurrir en él algunas de las causas invalidantes previstas en la ley estatal. Tal sería el supuesto del matrimonio en el que concurra algún impedimento civil no dispensado o no dispensable.

3.º El matrimonio de quien esté sujeto a obligaciones naturales nacidas de una unión precedente, hacia la otra parte o hacia los hijos de esa unión. Sería el supuesto de persona de algún modo unida a otra civilmente, pero no canónicamente, que pretenda contraer matrimonio canónico con otra tercera, desconociendo las obligaciones naturales surgidas de la primera unión, inválida desde el punto de vista canónico.

4.º El matrimonio de quien notoriamente hubiera abandonado la fe católica. No se trata aquí del supuesto de abandono formal de la Iglesia católica o de adscripción a una comunidad eclesial separada de la Iglesia católica, pues en el primer supuesto no obligaría la forma canónica y en el segundo nos encontramos ante la prohibición de matrimonio mixto. Aquí se comtempla el supuesto de abandono de la fe católica de forma notoria, es decir, aquella situación públicamente conocida, basada en alguna forma explícita o implícita de manifestación pública, que constituye una notoriedad de hecho o de derecho.

5.º El matrimonio de quien está incurso en censura. Por censura hay que entender aquella pena canónica por lo cual se priva al bautizado que ha delinquido y es contumaz en ciertos bienes espirituales o anejos a éstos hasta que cese en su contumacia y sea absuelto.

Dado que uno de los principales efectos de la censura es la prohibición de recibir los sacramentos, se entiende enseguida la necesidad de consultar al Ordinario del lugar antes de proceder a la celebración del matrimonio de un censurado.

6.º El matrimonio de un menor con desconocimiento u oposición razonable de los padres. Por un menor de edad hay que entender aquella persona que no ha cumplido dieciocho años de edad (97,1). Naturalmente no habrá que solicitar la licencia del Ordinario si la oposición de los padres fuera irrazonable por no fundada (diferencia de raza, cultural, de condición económica o social, etc.).

7.º El matrimonio contraído por procurador. Esta medida se justifica por la especial complejidad de la documentación exigible, que conviene pase toda ella por la curia diocesana para que ésta realice las comprobaciones correspondientes. No debe olvidarse que el c. 1.105 -como se verá- establece una serie de requisitos que han de concurrir en el mandato procuratorio y en el procurador, y que una elemental medida de prudencia es que el Ordinario compruebe que la documentación exigida por la ley y aportada por los contrayentes reúne efectivamente los requisitos exigibles.

8.º El matrimonio secreto, que será objeto de estudio más adelante, al analizar la forma jurídica del matrimonio. Baste ahora decir que el c. 1.130 exige la autorización del Ordinario para que el matrimonio se celebre en secreto, es decir, que se omitan las proclamas, que el mismo matrimonio se celebre sin publicidad sociológica (aunque con asistencia de testigo cualificado y testigos comunes) y que se registre en un registro especial reservado.

9.º El matrimonio bajo condición, que también será objeto de análisis autónomo y que supone que para que al matrimonio pueda oponerse una condición de pasado o de presente se requiere, para su licitud, la licencia del Ordinario dada por escrito (c. 1.102,3).

Aparte de estas circunstancias, el c. 1.077 establece la facultad general que el Ordinario del lugar tiene para prohibir en un caso particular el matrimonio a sus propios súbditos, donde quieran que residan y a todos los que de hecho moren dentro de su territorio, pero sólo temporalmente, por causa grave y mientras ésta dure. En todo caso, el mismo c. 1.077 precisa que sólo la autoridad suprema de la Iglesia puede añadir a esta prohibición una cláusula dirimente, es decir, invalidante del matrimonio prohibido.

Conviene advertir, en fin, que existen prohibiciones judiciales incorporadas, en ocasiones, a las sentencias de nulidad matrimonial, por las que el propio tribunal establece una prohibición de contraer nuevo matrimonio a quien previamente celebró matrimonio nulo. La finalidad es la de que no se multipliquen los matrimonios nulos: de ahí que suelen imponerse cuando se declara nulo un matrimonio por impotencia absoluta, por incapacidad de asumir las obligaciones esenciales del matrimonio, enfermedad mental, etc. [R.N.V.]

separación conyugal. (D. C. M.)

A) Cuestiones generales:

1. La celebración del matrimonio exige la implantación de la comunidad de vida conyugal, lo que constituye para los esposos no sólo un derecho, sino también un deber, habida cuenta de la trascendencia social y eclesial del matrimonio (c. 1.151 en relación con el 104). No obstante, el mismo precepto autoriza la interrupción de la vida conyugal cuando exista una justa causa que excuse de la misma.

La posibilidad de modificar, mediante la separación, el régimen normal del matrimonio se justifica sin más que recordar que la comunidad de vida no constituye elemento esencial, sino integrante del matrimonio. Puede, por tanto, faltar la cohabitación sin que por ello se extinga el vínculo matrimonial. El Código, dejándose influir por estos principios, distingue, dentro del capítulo destinado a tratar «de la separación de los cónyuges», dos artículos, el primero dedicado a la «disolución del vínculo», y el segundo a la «separación, permaneciendo el vínculo», que es lo que constituye objeto de la presente voz.

Se deduce inmediatamente que para el Derecho canónico el instituto de la separación conyugal difiere radicalmente de lo establecido por algunos ordenamientos civiles, en los cuales la separación viene a ser el inicio jurídico de una etapa, más o menos larga, que desemboca en el divorcio vincular. Obviamente, para el Derecho canónico por mucho que sea el tiempo transcurrido desde la separación, ésta no puede transfigurarse en divorcio.

La separación conyugal es un instituto jurídico de raigambre y creación canónica para resolver situaciones conflictivas, en las que sería inhumano o irracional obligar a los cónyuges a una convivencia insostenible. Y puesto que el vínculo conyugal permanece, su destino no es impulsar los ánimos hacia el divorcio, sino encauzarlos serenamente hacia la reconciliación. Muchos de los argumentos esgrimidos por las corrientes divorcistas y disolutorias del matrimonio (imposibilidad de obligar a los esposos a convivir en actitud de hostilidad, daño a los hijos que han de vivir situaciones conflictivas, etc.) olvidan que existe este instituto jurídico.

2. Un primer rasgo de la separación canónica es su carácter preventivo o tutelar de determinados derechos de los esposos, pero sin que revista un carácter propiamente sancionador, al menos en el sentido penal de la expresión. Es lógico que si algunos derechos e intereses dignos de protección jurídica versan en peligro, el ordenamiento preste los oportunos remedios jurídicos para salvaguardarlos, pero sin que por ello la separación tenga por objeto principal sancionar una conducta lesiva al buen orden de la comunidad conyugal. De ahí que para proceder a la separación no siempre sea precisa una conducta culpable, no habiéndola, su objeto sea sancionarla.

El vigente Código canónico ha adoptado, en el tratamiento de la separación, un tono eminentemente pastoral, sin menoscabo de los derechos de que puedan verse asistidos los cónyuges. Esta postura se desprende de las insistentes alusiones y exhortaciones del legislador a que se logre la reconciliación o se evite la ruptura de la convivencia. Resulta llamativo que el tratamiento de la materia comienza con una exhortación a que el cónyuge inocente perdone al adúltero (c. 1.152,1 al comienzo) y termine alabando al cónyuge inocente que, renunciando a su derecho a la separación, admite al otro a la convivencia (c. 1.115). Esta preocupación volverá a aflorar en la regulación procesal de la separación (c. 1.695).

Sin perjuicio de la jurisdicción del ordenamiento canónico en materia de separación conyugal (y ello se deduce abiertamente no sólo de los principios contenidos en los c. 1.643 ó 1691, sino también de las normas procesales atinentes a las causas de separación a tenor de los cánones 1692-1696, normas que por cierto no tienen precedente en el derogado Código de 1917), de las que por cierto se afirma que afectan al bien público (c. últimamente citado), el legislador muestra una tendencia a encomendar su conocimiento a la jurisdicción civil. Este criterio podría sustentarse en dos razones. Por una parte, puesto que la generalidad de los Estados no reconocen efectos civiles a la separación canónica, evitar que los litigantes cristianos tengan que entablar dos procedimientos, cuando no eludir el riesgo de que éstos desconocieran, con probable frecuencia, la jurisdicción eclesiástica. Por otra parte, puesto que las causas de separación suelen ir conexas a materias meramente civiles, remitir también, con las debidas cautelas, a la jurisdicción civil el conocimiento de la separación conyugal. Sobre los casos en que es aconsejable esta remisión, así como las precauciones que deben adoptarse, se pronuncia matizadamente el c. 1.692.

3. Dejando a un lado la separación parcial que, sin comportar la ruptura de la convivencia, puede afectar a los esposos dentro del hogar conyugal (y cuya valoración, en principio, caerá bajo los dictados de la moral, si bien puede incidir en el fuero externo cuando se tratara de una conducta ofensiva o injuriosa de alguno de ellos), la separación es susceptible de algunas clasificaciones.

a) Separación de hecho y separación legal. La primera carece de efectos jurídicos sea porque no existe causa que legitime la nueva situación, sea porque, habiéndola no se ha procedido en forma ajustada a derecho (por decreto del Ordinario, por sentencia del juez eclesiástico o, en su caso, por sentencia civil, cual ordena el c. 1.692). Cuando esta separación obedece a motivos razonables y se produce con carácter esporádico (estudios, actividad profesional, tareas apostólicas, etc.) no plantean, en principio, especiales problemas de carácter jurídico o moral.

b) La separación de hecho con carácter definitivo puede tener carácter convencional o provenir de una decisión unilateral. La primera, provenga de un acuerdo expreso o tácito, no tiene efectos jurídicos directos para el Derecho canónico, puesto que, en realidad, lo que supone es la infracción del precepto que obliga a los esposos a mantener la vida en común. Puede, en cambio, tener efectos indirectos en cuanto que, al ser consentida, no podrá ser alegada por uno en contra del otro.

c) Cuando la separación de hecho tiene su origen en una decisión unilateral puede que quien la adoptó lo hiciera sin causa justa por ello, con lo que incurriría en «abandono malicioso», situación que si bien, por ser de hecho, carece de efectos jurídicos, puede dar ocasión a que el abandonado inste la separación legal. Si, por el contrario, la decisión unilateral se adoptó por justa causa tampoco tendrá efectos jurídicos, al faltar la aprobación de la autoridad competente, salvo lo que se dice a continuación.

d) Pasando ya a la separación de derecho, cabe aludir a una separación provisional, cautelar o «por autoridad propia» cuando existiendo causa para la separación se corriese riesgo de daño o de pérdida de un derecho en tanto se recurría a la autoridad competente (c. 1.152.1 y 2; 1.153 al final). Fuera de este caso la separación de derecho puede ser convencional o contenciosa. En Derecho Canónico, la separación convencional o por mutuo acuerdo de los esposos sólo se admite con carácter perpetuo cuando uno o ambos decidiese entrar en religión o el varón recibir las órdenes sagradas, exigiéndose, además del consentimiento de los interesados, la aprobación de la Santa Sede.

e) La separación contenciosa puede ser perpetua y temporal, puesto que el ordenamiento prevé casos en que la parte inocente nunca tiene obligación de admitir al culpable y casos en que la separación no ha de sobrepasar el tiempo necesario para que desaparezca la causa motivadora de la separación. En efecto hay causas que por su naturaleza no pueden desaparecer, otras, en cambio, pueden extinguirse, al menos por su naturaleza (aunque en la práctica si no desaparecen darán lugar a una separación de naturaleza temporal, pero de duración indefinida). En este sentido, la violación de la fidelidad (adulterio) es una causa, de suyo, perpetua, puesto que una vez violado este deber queda violado para siempre. La doctrina clásica vio el fundamento de esta separación en el principio de que no hay obligación de cumplir los deberes para quien ha desconocido los suyos («fragenti fidem fides non est servanda»). Otras causas de separación, las que implican peligrosidad, incomodidad, afrenta o indignidad, pueden desaparecer con el tiempo. La distinción entre separación perpetua y separación temporal (desconocida, por lo general, en los ordenamientos estatales) es una construcción típica del Derecho canónico que reconoce el derecho a la separación perpetua allí donde entiende que un cónyuge está asistido del mismo en virtud de la ley natural, pero que vela por la reconstrucción de la vida conyugal allí donde pasadas heridas puede ser moralmente restañadas. A pesar de los laudables esfuerzos del legislador por evitar o acortar la duración de la separación mediante el perdón y la reconciliación, puede comprobarse que el nuevo Código no es ajeno a esta diferenciación. Y si bien las equipara cuando exhorta a la reconciliación (c. 1.155) o cuando las regula procesalmente (c. 1.692-1.696, ya citados); sin embargo, establece que el perdón del adulterio evita que el inocente «se separe para siempre» (c. 1.152,3), y en la separación por las demás causas se mantiene el principio de que «cesada la causa se ha de establecer la vida en común» (can, 1.153,2).

B) Las causas de separación perpetua

1. El Código canónico presenta al adulterio como causa de separación a través de una laudable óptica pastoral en que el punto de mira es la obtención del perdón por parte de la víctima en aras de la caridad cristiana y del bien de la familia. No obstante, dentro de este contexto se reconoce el derecho a la separación que asiste a la parte ofendida, así como los requisitos para que surja y sea ejercitable este derecho. «Aunque se recomienda encarecidamente que el cónyuge, movido por la caridad cristiana y teniendo presente el bien de la familia, no niegue el perdón a la comparte adúltera ni interrumpa la vida matrimonial, si a pesar de todo no perdonase expresa o tácitamente esa culpa, tiene derecho a romper la convivencia conyugal, a no ser que hubiera consentido en el adulterio, o hubiera sido causa de él, o él mismo también hubiera cometido adulterio» (c. 1.152,1).

Para que las relaciones sexuales extramatrimoniales constituyan adulterio jurídicamente relevante es necesario: que el adulterio sea perfecto o consumado; que sea formal o culpable; que sea moralmente cierto.

a) El adulterio se dice perfecto o consumado cuando han tenido lugar los actos que de suyo son apropiados para la generación. No es necesario, por una parte, que de hecho se siga la generación de la prole, ni bastan, por otra parte, actos lujuriosos que no tienen carácter de unión sexual perfecta, si bien éstos pueden tener importancia en orden a la prueba del adulterio o constituir causa de separación temporal en cuanto ofensivos para el consorte de uno de los cómplices.

b) El adulterio formal o culpable implica el comercio carnal con tercera persona con conocimiento de la infidelidad que se comete y por libre decisión de la voluntad. No es suficiente el adulterio material que tiene lugar cuando se comparte el cuerpo con tercera persona, existiendo o subsistiendo vínculo matrimonial, sin lo cual no puede hablarse de adulterio, sino de fornicación o pecado contra la castidad. Si se desconoce la persistencia del vínculo (acaso porque se cree haber fallecido el cónyuge propio) o se ignora que quien comparte el tálamo es persona distinta del cónyuge (casos de fraude o intrusismo, por muy alambicada que pueda resultar la hipótesis) o bien se realiza el acto adulterino coaccionado por la violencia, en todos estos supuestos existirá adulterio material al existir un vínculo matrimonial que resulta objetivamente defraudado, pero no un adulterio formal y culpable por falta de intencionalidad.

c) La certeza de su comisión no es propiamente un requisito de adulterio, sino, como es obvio, un requisito de procedibilidad de la separación por cuanto nadie puede ser privado de un derecho si no consta suficientemente que violó sus obligaciones. Aunque en toda contienda judicial se exige que el juez llegue a un estado de certeza moral para condenar al demandado (c. 1.608), los tratadistas suelen recordar este principio a propósito de la separación por adulterio debido a las especiales dificultades que con frecuencia sugirán para obtener la prueba plena dadas las circunstancias de secreto y ocultación que ordinariamente lo rodean. Por ello la prueba directa del acto adulterino es prácticamente imposible, de modo que su intento puede devenir incluso sospechoso de falsedad. La prueba más verosímil versará sobre un conjunto de circunstancias propicias para la comisión del delito o sobre una serie de actos relacionados de manera íntima o inmediata con la conducta adulterina. En la doctrina canónica se denominan presunciones «violentas» a estos actos tan íntimamente ligados con la comisión del adulterio que no es verosímil que produciéndose aquellos «indicios» deje de verificarse éste. Estas circunstancias han de ser ponderadas en conjunto, en el caso concreto y a tenor de las condiciones personales y sociales en que se encuentran los posibles infractores.

La jurisprudencia y la doctrina canónicas equiparan al adulterio, a efectos de separación conyugal, las aberraciones sexuales denominadas homosexualismo (consumación de relaciones eróticas con personas del mismo sexo) y la bestialidad (relación sexual con seres irracionales).

2. En el transcrito c. 1.152,1 se encuentran aludidas las causas impeditivas de la separación, pese a la comisión del adulterio. Son el consentimiento, la provocación, la condonación o la compensación, figuras que representan otras tantas actitudes del cónyuge inocente (en algún caso más bien acusador del crimen adulterino) frente al acto de infidelidad.

a) El consentimiento o aprobación del adulterio consiste en una actitud previa a su comisión por la que se admite o al menos tolera la infracción. Quien así obra no tendrá derecho a la separación: «no se comete injuria contra quien la admite a sabiendas (scienti et volenti non fit iniuria)». El consentimiento puede ser expreso o tácito. Tiene éste lugar cuando el cónyuge inocente, teniendo noticia del adulterio que se propone cometer su consorte y pudiendo fácilmente impedirlo, no hace nada por evitarlo. Las motivaciones en que pueda inspirarse el cónyuge para permitir o tolerar el adulterio del otro no tienen relevancia para evitar la inhibición de su derecho a la separación, con tal de que se trate de un verdadero consentimiento. Éste, como acto jurídico que es, puede estar viciado por las diversas circunstancias que modifican la eficacia del acto, en cuyo caso no se podría hablar de adulterio consentido.

b) La provocación del aduterio supone no ya su consentimiento o permisión, sino un mayor grado de participación en el «iter infractionis», sea impulsando la voluntad del infractor, sea mediante la prestación de elementos que facilitan o contribuyen de modo positivo a la comisión del adulterio. Entiende la doctrina que existe provocación o motivación del adulterio cuando uno de los cónyuges presta al otro ocasión directa y próxima para que lo cometa, sin que sea necesario que tenga intencionalidad de que así ocurra. La provocación puede tener lugar de manera expresa (mediante el mandato, el consejo o la autorización procaz, por ejemplo) o de manera tácita (por ejemplo, introduciendo al cónyuge en ambientes peligrosos o proporcionándole compañías propicias al libertinaje). Admite la doctrina más generalizada que puede tener lugar la provocación en el caso de insistente negativa de débito conyugal, de denegación de alimentos, de expulsión del hogar conyugal, etc.

c) La condonación del adulterio es la remisión de la injuria mediante el perdón de la parte ofendida. Al otorgar su perdón, el inocente decae en su derecho a la separación. Siendo el perdón un gesto plausible y acorde con el principio de la caridad cristiana, el legislador le confiere el efecto de impedir la separación. Este espíritu se incorpora a la letra del nuevo Código que, como sabemos, inicia el tratamiento jurídico de la materia con una exhortación a la condonación. La condonación supone, lógicamente, el conocimiento del adulterio y, por otra parte, ha de ser espontánea y libre. Puede ser expresa o tácita.

Hay condonación tácita si el esposo inocente, tras tener conocimiento cierto del crimen, convivió espontáneamente con el otro con afecto marital (c. 1.152,2). Se precisa, pues, para la condonación tácita: 1.º Conocimiento del adulterio; 2.ºConvivencia; 3.º Mantenimiento de ésta con carácter espontáneo, no por coacción o dolo, y 4.º El afecto marital. Este último es el elemento esencial para la condonación y se pone de manifiesto mediante los actos propios de la vida conyugal y especialmente mediante la petición o prestación del débito. Por ello, la mera convivencia en el mismo hogar puede no ser síntoma suficiente de condonación. Por el contrario, puede producirse el trato afectivo, incluso habiéndose interrumpido la convivencia.

Se presume la condonación si continúa la convivencia conyugal durante seis meses sin haber recurrido a la autoridad eclesiástica o civil (c. 1.152,2). El plazo de seis meses se computa desde el momento en que la parte inocente tuvo certeza de la comisión de la infidelidad y se encontró en libertad para adoptar las medidas que le confiere el derecho. Esta presunción admite prueba en contrario, toda vez, por una parte, se establece un concepto de condonación tácita y, por otra, se establece una presunción de haber tenido lugar aquélla.

Hay en el vigente Código una previsión de nuevo cuño y de dudosa intelección jurídica, el c. 1.152,3. Entendemos que predomina la búsqueda de una visión pastoral, puesto que jurídicamente, la interrupción de la convivencia significa no condonación, sin que pueda decirse que existe condonación por el hecho de no interponer la demanda en el plazo de seis meses, con tal de que persevere la ruptura de la cohabitación.

d) Tiene lugar la compensación de adulterio cuando ambos cónyuges incurren en la violación del mutuo deber de fidelidad. En este caso se entiende que ninguno de ellos está legitimado frente al otro para pedir la separación, por ser autor de idéntica infracción, por lo que el Derecho canónico resuelve la situación en el sentido de no haber lugar a la separación, acaso en aplicación del «favor de que goza el matrimonio» (c. 1.060) y en virtud de su propensión a fomentar la persistencia de la vida conyugal. Es de advertir que la compensación no actúa a base de una computación numérica de los actos de infidelidad cometidos por uno u otro cónyuge, sino de una forma moral, bastando que uno u otro hayan violado la fidelidad. Se entiende, en efecto, que la «división de la carne» practicada por ambos los sitúa en una misma condición jurídica de responsabilidad, sin necesidad de averiguaciones, prolijas y enojosas, en torno al número de las respectivas infracciones. Mas si el matrimonio se hubiese restaurado a su condición habitual, no tendría lugar la compensación si sólo uno de ellos reincidiera en infidelidad.

C) Las causas de la separación temporal

1. Quedan recogidas legalmente en estos términos. «Si uno de los cónyuges pone en grave peligro espiritual o corporal al otro o a la prole, o de otro modo hace demasiado dura la vida en común, proporciona al otro un motivo legítimo para la separación, con autorización del Ordinario del lugar y, si la demora implica un peligro, también por autoridad propia» (c. 1.153,1). Según esto son tres las causa enunciadas, por cierto de contenido muy amplio, y pasamos a exponer.

a) El «grave peligro espiritual» (para el otro cónyuge o para los hijos) puede entenderse en diversos sentidos. Por una parte, en cuanto concierne al hombre en su dimensión religiosa como ser dotado de un fin trascendental y, por otra parte, en cuanto concierne al hombre en su dimensión racional o cultural como ser llamado al desarrollo de sus facultades anímicas, intelectuales, afectivas o profesionales. En el primer caso, la separación vendrá a salvaguardar el derecho de la persona a su libertad y a su destino eterno cuando el otro cónyuge le impidiera la práctica religiosa o la vivencia de su fe, atentase contra la perseverancia en sus convicciones religiosas, le indujese asiduamente a cometer pecado contra cualquiera de los principios morales o impidiera la educación religiosa de la prole. En el segundo caso, la separación estará indicada cuando uno de los cónyuges se viese injustamente coartado en el ejercicio de sus derechos o privado de los medios o actividades apropiadas para la realización de su personalidad.

b) El «grave peligro corporal» se referirá a los riesgos que para la conservación de la vida y la salud física e incluso psíquica (tanto de uno de los cónyuges como de los hijos) pueda suponer la convivencia. La manifestación más grave de esta figura tendrá lugar cuando se hubiere atentado contra la vida o se hubieren proferido amenazas de muerte. La enfermedad contagiosa podría dar lugar a la separación cuando el enfermo se mostrase reacio a poner los medios precisos para su curación o, al menos, para evitar el contagio; de lo contrario no procederá la separación sino que será una ocasión para que se suscite el deber de asistencia a cargo de la unidad familiar. Análogas consideraciones merece la convivencia con el enfermo mental. Por una parte, el internamiento en un establecimiento sanitario es un remedio preventivo o terapéutico que no tiene consideración de separación en el sentido jurídico. Por otra parte, las molestias derivadas de la permanencia en el hogar del enfermo mental no serán causa de separación: pues urge el deber de asistencia. Mas si surgiere peligro para la vida o la salud o la integridad física de los familiares, procedería la separación.

c) La «excesiva dureza de la vida en común», por su amplia significación, puede abarcar las más diversas situaciones fácticas caracterizadas por una tensión vital insoportable para una persona normal. Los ejemplos serían indefinidos: afrentas u ofensas directas; ridiculización ante propios o extraños; sórdido aislamiento de amistades y familiares; silencio y desprecio habituales, cuando no un ambiente enrarecido y compuestos por esos y otros modos desairados. Se comprende, por la misma expresión legal, que no se trata de un desaire o desatención aislada o espaciada, sino de una actitud que «conforma» la vida común haciéndola insostenible y que reviste la suficiente gravedad para ello.

2. Al margen de la literalidad del Código, hay que referirse a tres figuras muy afincadas en la doctrina y en la praxis canónicas.

a) Las «sevicias», término de gran raigambre canónica, están íntimamente ligadas con la causa últimamente aludida: la dureza de la vida en común. El Código derogado las refundía en una sola expresión: «Si con sus sevicias hiciera la vida en común demasiado difícil» (antiguo c. 1.131,1). Eran la causa y el efecto. Las sevicias equivalen al desafecto conyugal. Las sevicias físicas son los malos tratos de obra y que, en casos extremos, pueden producir lesiones, enfermedad o peligro de muerte (son las denominadas «sevicias atroces»). Las sevicias morales son los malos tratos de palabra, de conducta o de omisión, y consistirán en la falta de respeto que merece toda persona o en la denegación de la consideración debida al otro en cuanto cónyuge en el plano personal, familiar y social. Para que sean causa de separación han de ser frecuentes, graves y no provocadas por quien las padece, debiendo apreciarse todos estos elementos en su conjunto.

b) El «abandono malicioso» («maliciosa desertio»), omitido tanto por el Código derogado cuanto por el vigente, es admitido por la jurisprudencia canónica como causa de separación. También lo formula expresamente la legislación para la Iglesia Oriental (motu proprio «Cebrae allatae» de 22 de febrero de 1949). Tiene lugar cuando uno de los esposos se aleja o expulsa del hogar conyugal o no sigue al otro, en su cambio justificado de domicilio, con el ánimo de desconocer las obligaciones conyugales y sin justa causa por la que proceda la separación. La separación legal concedida por causa de abandono tiene como efecto convertir en separación legal, a favor del abandonado, la separación instaurada arbitrariamente por el disidente. Si, por el contrario, éste hubiera tenido justa causa para el apartamiento del otro, la separación se concedería a su favor.

c) La «cohabitación molesta» puede equivaler a un estado se sevicias mutuas y continuas. El legislador, como hemos visto, parte del supuesto de que es uno de los cónyuges quien proporciona al otro una causa para separarse. Pueden darse situaciones conflictivas en que las ofensas sean mutuas, la responsabilidad compartida y el sufrimiento igualmente padecido. El principio de que «injurias mutuas se compensan» (antiguo c. 2.218, 3) no siempre tendrá debida aplicación si los injuriados deben vivir en común y están abocados a continuar injuriándose, acaso porque el odio ha prendido en ellos. Es de equidad -y la «salus animarum» puede estar implicada en ello- que en esta desafortunada coyuntura los esposos puedan obtener una separación canónica acaso por culpa de ambos, acaso sin especial pronunciamiento de culpabilidad.

d) Efectos

El efecto inmediato de la separación legal es la modificación de las relaciones jurídicas entre los esposos, sea en el sentido de su suspensión, como en caso de la prestación del débito conyugal, o en el caso del derecho a la vida en común, sea en el sentido de que adopten una especial forma de cumplimiento como ocurre en la prestación de la deuda alimenticia o en la participación en la educación de los hijos.

La suspensión del derecho a la cohabitación hace posible el que los esposos adquieran un domicilio o cuasidomicilio propio (c. 104).

Los hijos deberán quedar bajo la potestad o el cuidado de alguno de los cónyuges. El Derecho Canónico rehusa establecer preceptos taxativos e inflexibles que en los casos concretos pueden ser perniciosos o perjudiciales para aquellos cuyos intereses deben ser prioritarios: los hijos. «Realizada la separación hay que proveer siempre de modo oportuno a la sustentación y educación de los hijos» (c. 1.154).

Sea para evitar conflictos con el ordenamiento civil (al que al menos se ha de reconocer la competencia en materia de sustento o alimentos de los hijos e incluso del consorte), sea para no condicionar el criterio del juzgador (ordinario o juez), la ley sólo encarece la atención y esmero («cavendum est») con que se ha de proveer en la materia. Si algún criterio se contiene en el precepto comentado es que «siempre de modo oportuno» se decida sobre el sustento y educación de los hijos y, por otra parte, que lo establecido sea «lo debido».

Dada la sensibilidad que muestra el nuevo Código por el cumplimiento de obligaciones, incluso meramente naturales, provenientes de situaciones fácticas o de uniones anteriores (como se comprueba en los c. 1.071, 3.º, y 1.148,3), entendemos que es aplicable a las sentencias de separación lo preceptuado para las sentencias de nulidad: «En la sentencia se ha de amonestar a las partes sobre las obligaciones morales o incluso civiles que acaso pesan sobre ellas respecto a la otra parte y a la prole, por lo que se refiere al sustento y a la educación» (c. 1.689).

e) Restablecimiento de la vida conyugal

El celo legislador por mantener la unidad familiar se muestra, una vez más, en la implantación de un precepto de nuevo cuño, en el que se exhorta a la reconciliación y en el que se atribuye a esta reconciliación el carácter de causa impeditiva para la separación. «El cónyuge inocente puede admitir de nuevo al otro a la vida conyugal, y es de alabar que así lo haga, y en ese caso, renuncia al derecho de separarse» (c. 1.155). Por su propia formulación, así como por el lugar que ocupa (último de los reguladores de la separación), el precepto es tanto aplicable a la separación perpetua cuanto a la separación temporal, tanto al caso de que aún no se haya incoado el trámite de la separación cuanto al caso de que esté pendiente o se haya sentenciado la causa.

Por consiguiente, la admisión a la vida conyugal y la subsiguiente renuncia al derecho para separarse opera como una condonación implícita de los motivos para la separación. Por lo que respecta al adulterio, es obvio que sólo puede tener eficacia con relación al pasado sin que pueda aprovechar, obviamente, a infidelidades futuras. Por lo que respecta a la separación temporal, cabe advertir que tal renuncia tendrá un carácter relativo y que será inoperante si subsistiera una situación peligrosa o demasiado ardua para el futuro.

Excepción hecha del supuesto anterior, la separación perpetua, por su propia naturaleza, confiere al inocente la facultad de mantener para siempre el régimen de separación. Su condición de inocente le otorga, pues, la facultad de convocar al culpable a la convivencia, condonándole, o mantener la separación perpetua.

En cuanto a la separación temporal, rige el principio de que «en todos los casos (los traductores al castellano del texto oficial prefieren traducir la locución «in omnibus casibus» por el adverbio «siempre»), al cesar la causa de separación, se ha de restablecer la convivencia conyugal, a no ser que la autoridad eclesiástica determine otra cosa. Como no es fácil que el legislador, tan preocupado por la restauración de la vida conyugal, deje al arbitrio de la autoridad el mantenimiento de la separación pese a la extinción de la causa que la motiva, entendemos que con la alusión a semejante decisión de la autoridad ha querido recoger implícitamente lo que se disponía en Código anterior: «Pero si la separación fue decretada por el Ordinario para un tiempo determinado o indeterminado, el cónyuge inocente no está obligado a ello, a no ser que medie un decreto del ordinario o haya pasado el tiempo» (c. 1.131,2 del Código de 1917).

Ver Impedimentos matrimoniales.


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