Derecho Canónico Matrimonial
Los efectos del matrimonio canónico pueden estudiarse, y así lo seguimos aquí, según su doble vertiente natural: efectos en cuanto a los cónyuges y efectos en cuanto a los hijos. El Código Canónico es más bien parco y genérico al hablar de unos y otros (cc. 1.134-1.140), si bien existen algunos otros puntos de referencia a la normativa matrimonial que pueden iluminar algo más esa media docena de normas concretas, como iremos indicando oportunamente.
Desde este primer momento cabe señalar que el matrimonio canónico produce, al menos, dos clases de efectos: los jurídicos y los sacramentales, si bien la intención de este análisis se refiere más a los primeros que a los segundos, pues los efectos jurídicos están en la esfera de la competencia legal, como corresponde al ordenamiento canónico, mientras que los efectos sacramentales corresponden, más bien, a la disciplina teológica.
En la proyección normal del matrimonio canónico, finalmente, aparecen los llamados efectos meramente civiles, de la competencia de la autoridad civil, como reconoce explícitamente el legislador eclesiástico.
A estas tres clases de efectos dedicaremos sucesivamente la atención en el siguiente orden:
1. El vínculo matrimonial
2. Igualdad de los derechos y deberes conyugales.
3. El consorcio de la vida conyugal: A) Mutua ayuda; B) Fidelidad; C) Convivencia; D) Sustentación y educación de la prole.
4. Filiación: A) Legitimidad; B) Legitimación.
5. Efecto sacramental.
6. Efectos meramente civiles.
1. El vínculo matrimonial.
«Del matrimonio válido -dice el canon 1.134- se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de su estado».
El principal efecto jurídico del patrimonio válido es, sin duda, el vínculo matrimonial, que procede del consentimiento de los cónyuges legítimamente manifestado; «nace esencialmente de la mutua entrega y aceptación de sí mismos en comunión total de vida». En este sentido puntualizaba el clásico matrimonialista SÁNCHEZ (De matrimonio, II, núms. 5 y 6) la esencia o quidditas del matrimonio: «Consiste, pues, la esencia del matrimonio o el matrimonio mismo en el vínculo por el que los cónyuges quedan formalmente unidos, y que procede de la mutua entrega y aceptación».
Así como la relación jurídica entre padres e hijos procede de una unión biológica, así el vínculo jurídico entre los cónyuges en cuanto tales procede de la mutua entrega y aceptación de sí mismos desde el momento de la manifestación legítima del consentimiento, aunque, desde el punto de vista ontológico, esa mutua entrega y aceptación sea lógicamente anterior a su manifestación exterior.
Desde el ángulo jurídico, el vínculo matrimonial significa la unión personal de los cónyuges en comunión total de vida, y, a su vez, es fuente de los demás derechos y deberes del matrimonio. Por eso se ha definido como nexo primario y básico que une a los cónyuges, constituyéndolos como tales, y en el cual están radicalmente contenidos todos los derechos y deberes conyugales.
Desde el punto de vista social, el vínculo supone la relación interpersonal de los cónyuges en el sentido más amplio, bien sea que se considere el matrimonio en su cualidad de comunidad caracterizada por la unión de personas partiendo de valores comunes naturales, bien en el de sociedad caracterizada por la unión de personas para obtener fines naturales o convencionales. Pues el matrimonio en cuanto comunidad nace y tiende a perfeccionarse en valores naturales y complementarios de afecto personal, compresión mutua., en plena solidaridad de las personas, «en comunión total de vida», y el matrimonio en cuanto sociedad, si bien sociedad elemental de dos personas, está destinado a una relación interpersonal de los cónyuges, y, ulteriormente, también de éstos con la prole, para obtener del modo más completo el «bien de los cónyuges» y «el bien de la prole», a los que por naturaleza atiende la institución matrimonial.
El legislador añade, en lacónica expresión, dos caracteres peculiares del mismo, a saber: vínculo perpetuo y exclusivo por su propia naturaleza, que indican, respectivamente, su carácter de extensión en el tiempo y su ámbito personal limitado a los cónyuges, con exclusión, por tanto, de otras personas. Ambos caracteres responden a las propiedades esenciales del matrimonio, de especial firmeza en el matrimonio cristiano por razón del sacramento, la indisolubilidad y la unidad (c. 1.056).
Según esto, puede permanecer el vínculo, y de suyo permanece, aunque eventualmente desaparezca algún derecho y deber correspondiente. Como, por ejemplo, en caso de legítima separación desaparece eventualmente la obligación de convivencia, pero sigue permaneciendo el vínculo matrimonial. Y, por otra parte, en cuanto a la exclusividad, el vínculo comprende a los cónyuges; pero, por la unidad y fidelidad que supone el matrimonio, es claro que excluye a otras personas de la específica relación conyugal.
El vínculo conyugal, finalmente, además de significar la unión personal de los cónyuges, y de ser fuente de los demás derechos y deberes conyugales y expresión de las propiedades esenciales del matrimonio, constituye por añadidura, como garantía para los propios cónyuges y para otras personas, la base jurídica del impedimento para otro matrimonio, mientras subsista el anterior, como expresa el canon 1.085: «Atenta inválidamente el matrimonio quien está ligado por el vínculo de un matrimonio anterior, aunque no haya sido consumado».
2. Igualdad de los derechos y deberes conyugales.
Como consecuencia inmediata del vínculo matrimonial, el c. 1.135 expresa en apretada síntesis, verdaderamente lacónica, los efectos jurídico-canónicos al señalar que «ambos cónyuges tienen igual obligación y derecho respecto a todo aquello que pertenece al consorcio de la vida conyugal».
La igualdad jurídica entre los cónyuges constituye, según la Comisión de reformadores del Código, la finalidad primordial de este canon. Precisamente por esto se prescindió de especificar más en concreto los deberes y derechos conyugales, para recalcar más eficazmente esa igualdad jurídica, que era el fin de la norma (Rev. Communicationes 9, 1977, 105).
Esta doctrina sigue con fidelidad la doctrina del Concilio Vaticano II, expresada reiteradamente: «El reconocimiento obligatorio de la igual dignidad personal del hombre y la mujer en el mutuo y pleno amor evidencia también claramente la unidad del matrimonio confirmada por el Señor» (Constitución «Gaudium et spes», número 49). La explícita señalación del mismo principio era aconsejada a escala universal de Iglesia por la especial condición de la mujer, infravalorada todavía en no pocas regiones del mundo, a pesar de la tendencia generalizada de las legislaciones de los países hacia el principio de igualdad. El legislador español, por ejemplo, lo acepta con expresión breve y eficaz: «El marido y la mujer son iguales en derechos y deberes» (Código Civil, art. 66).
Siguiendo este principio se establece (c. 1.135) que «ambos cónyuges tienen igual obligación y derecho respecto a todo aquello que pertenece al consorcio de la vida conyugal». Con ello desaparecen posibles sectores privilegiados, ya que la única igualdad a que aludía la legislación anterior era la relativa a los derechos y obligaciones en lo que se refería a los actos propios de la vida conyugal, en clara alusión a los actos de la relación sexual. Por otra parte, también queda excluido el principio de participación de la mujer en el estado de su marido sin mutua correlación en la consideración inversa, que también se establecía en la legislación anterior.
3. El consorcio de la vida conyugal.
El texto legislativo del c. 1.135: «igual obligación y derecho respecto a todo aquello que pertenece al consorcio de la vida conyugal» es la expresión, a la vez genérica y penetrante, en que se ha querido resumir, aparte del vínculo conyugal, que es la raíz, todo el conjunto de deberes y derechos conyugales.
Ahora bien, con ser penetrante esta expresión, porque abarca la totalidad de las personas y actividades, no deja de ser genérica, sobre todo desde el punto de vista jurídico, que es donde los ordenamientos tienden a concretar como efectos protegidos jurídicamente aquellos aspectos de la vida de la persona que sean más susceptibles de apreciación, defensa y control. ¿Cuáles son éstos dentro de la totalidad del llamado consorcio de vida conyugal?
La observación del término «consorcio» de vida conyugal, en su significado usual y etimológico, indica solidaridad o participación mutua en la suerte favorable o adversa de uno y otro cónyuge. Esta solidaridad o consorcio mutuo es expresado una y otra vez en la normativa matrimonial del Código Canónico, canon 1.055: «el consorcio de toda su vida» (noción de matrimonio); canon 1.096: «consorcio permanente entre varón y mujer» (conocimiento mínimo para el matrimonio); canon 1.098: «consorcio de vida conyugal» (posible nulidad de matrimonio por su perturbación), etc.
Aunque es cuestión pendiente la determinación concreta de los derechos y deberes esenciales del matrimonio, de ese consorcio de vida conyugal, reconocido sólo genéricamente por la legislación («defecto de discreción de juicio acerca de los derechos y deberes esenciales del matrimonio que mutuamente se han de dar y aceptar»; incapacidad para «asumir las obligaciones esenciales del matrimonio», c. 1.095, 2 y 3; sin mayor determinación), creemos, sin embargo, que según la doctrina y la jurisprudencia, e incluso según algunas otras normas concretas, cabe destacar entre los deberes y derechos esenciales del matrimonio algunos más importantes, al menos los siguientes: A) mutua ayuda; B) fidelidad; C) convivencia, y D) sustentación y educación de la prole.
A) Mutua ayuda.
Se entiende, desde luego, que el consorcio de vida conyugal significa un compromiso serio de mutua ayuda de los cónyuges en las diversas circunstancias de la vida matrimonial, porque de lo contrario serían inútiles esa mutua entrega y aceptación de las personas (c. 1.057), ese consorcio de toda la vida (c. 1.055), y ese cumplimiento y custodia fiel del pacto conyugal (c. 1.063, 4).
Se trata, sin duda, de un elemento esencial de la comunión de vida dentro del matrimonio en general, y desde luego dentro del matrimonio cristiano, como compromiso personal serio que brota de la opción responsable y voluntaria de cada uno de los cónyuges.
Se reproduce con esta legislación canónica la doctrina conciliar del Vaticano II, de donde procede la insistencia en este punto de vista: «El marido y la mujer, que, por el pacto conyugal, ya no son dos, sino una sola carne (Mt. 19,6), con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exige plena fidelidad conyugal y urge su indisoluble unidad» (Const. «Gaudium et spes», núm. 48). Y en otro momento de la misma constitución se renueva la misma idea: «Este amor, ratificado por la mutua fidelidad, y, sobre todo, por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad» (ib. Núm. 49).
Nada extraño, por tanto, en esta línea explicativa de la unión conyugal, deducida de la propia naturaleza de la institución matrimonial, que los ordenamientos civiles, al referirse a los efectos del matrimonio, utilicen expresiones análogas a la idea de consorcio y solidaridad, como lo hace, entre otros, el legislador español: «mutuo respeto», «mutua ayuda», «mutuo socorro», «convivencia», «fidelidad» (Código Civil, arts. 67 y 68).
Desde el punto de vista canónico, la exclusión positiva de la mutua ayuda por parte de uno de los cónyuges da derecho al otro a un posible planteamiento de nulidad matrimonial a tenor del canon 1.101, 2; se contrae inválidamente si se excluye algún elemento esencial del matrimonio (en anterior proyecto se decía expresamente: «si se excluye el derecho a lo que constituye esencialmente la comunión de vida»). En el mismo sentido cabe, a nuestro entender, un posible planteamiento similar de invalidez matrimonial, si estuviera impedida desde el primer momento del matrimonio, la mutua ayuda por defecto de discreción de juicio o por causas de naturaleza psíquica, según el c. 1.095, 2 y 3.
Añádase, finalmente, que su conculcación da derecho a la separación del otro cónyuge, cuando la infracción de la mutua ayuda se produjera en los términos del canon 1.153, es decir, haciendo demasiado dura la vida en común o incluso con posible grave daño para la integridad física o moral de uno de los cónyuges o de la prole.
La ayuda mutua, entendida, por tanto, en ese amplio sentido del consorcio de vida conyugal, constituye esencial deber y derecho de los cónyuges, incluso sancionado jurídicamente, ya que su exclusión positiva, o su imposibilidad inicial y definitiva, o su conculcación posterior tienen o pueden tener evidente eficacia jurídica.
B) Fidelidad.
Se puede hablar de fidelidad recíproca matrimonial de modo general, sobre deberes y derechos del pacto conyugal, pero en este sentido nada especial ocurre añadir, por estar integrado este aspecto en el deber de mutua ayuda, que acabamos de explicar.
Más lógico y usual resulta entender la fidelidad conyugal referida al llamado ius ad corpus o relación conyugal sexual, en cuanto su observancia excluye del mismo a otras personas que no sean los cónyuges. Se trata de un derecho incluido en la lógica natural del matrimonio, por el compromiso de los cónyuges al manifestar la mutua entrega y aceptación de las personas y dada la ordenación natural del matrimonio a la generación de la prole.
El legislador subraya jurídicamente este aspecto al autorizar con el derecho a la separación matrimonial al cónyuge inocente, cuando se produce la infracción de la fidelidad conyugal por adulterio del otro (c. 1.152). También resulta aludido el mismo aspecto, pero de forma indirecta, en otro momento legislativo (c. 1.134), al hablar del carácter exclusivo del vínculo conyugal. Y también al insistir el legislador, desde el punto de vista pastoral, en ayudar a que los cónyuges observen y protejan con plena fidelidad el pacto conyugal (c. 1.063,4).
En el Código Canónico de 1983 queda suprimida la alusión explícita al ius ad corpus en cuanto mera relación sexual de los cónyuges, de que hablaba el Código anterior al tratar del consentimiento y de la simulación. Se ha preferido, asimismo, suprimir la formulación alusiva que presentaba el proyecto del nuevo Código en doble momento: en el caso de incapacidad para el matrimonio y en el caso de simulación, pero incluyendo la alusión al ius ad corpus en expresiones más amplias.
En el primer caso, en efecto, se ha preferido hablar, con expresión más amplia de «incapacidad para asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica» (c. 1.095,3), en vez de la redacción previa que hablaba de incapacidad por «anomalía psicosexual», de clara alusión a la incapacidad para el ius ad corpus. Y en el segundo caso se ha preferido hablar también, con fórmula más amplia, de «exclusión positiva de algún elemento esencial del matrimonio» (c. 1.101,2) en vez de hablar expresamente de «exclusión del derecho al acto conyugal», de que hablaba el esquema anterior: ius ad coniugalem actum.
C) Convivencia.
La convivencia de los cónyuges es uno de los efectos jurídicos del matrimonio más explícitamente indicados por el legislador canónico: «Los cónyuges -dice el canon 1.151- tienen el deber y el derecho de mantener la convivencia conyugal, a no ser que les excuse una causa legítima».
La razón de este deber de vida en común, de suyo, no se desprende de la esencia misma de la institución matrimonial ni del vínculo resultante, que no necesitan de aquel deber para subsistir, y que de hecho siguen subsistiendo cuando se produce la mera separación de los cónyuges; la razón de este deber se desprende, más bien, de la integridad del matrimonio como elemento complementario para sus fines propios. Es indudable que el bien de los cónyuges, su mutua ayuda y perfeccionamiento, así como los fines de la generación y educación de la prole y otros, pueden realizarse más adecuadamente viviendo ambos cónyuges en forma de vida en común que no de manera separada.
La forma de esta convivencia indicada en la norma legal se refiere, fundamentalmente, a convivir en el mismo domicilio, que es el aspecto jurídico más apreciable y de más inmediata trascendencia social. Los demás términos de la convivencia conyugal, que dependen más íntimamente de la voluntad y de la conciencia de los cónyuges, son facilitados también por la residencia en el mismo domicilio, pero pertenecen al ámbito de lo moral más que al de lo jurídico, si se exceptúan los aspectos de trascendencia social.
Se produce, en cambio, legítima causa para abandonar la convivencia en uno de los cónyuges cuando el otro infringe la fidelidad conyugal por adulterio, como dejamos dicho y como señala expresamente el canon 1.152: («tiene derecho a romper la convivencia conyugal»); asimismo, cuando uno de los cónyuges causa al otro o a la prole grave peligro moral o corporal, o hace demasiado dura la vida en común, como señala abiertamente el canon 1.153 («proporciona al otro un motivo legítimo para separarse»).
Continúan en plena vigencia, sin embargo, en esos casos, el deber de alimentar y educar a la prole (c. 1.154), la posibilidad de restablecer de nuevo la convivencia renunciando al derecho a la separación (cc. 1.153 y 1.155), y, desde luego, la obligación de justicia y caridad, que reclaman no sólo la relación humana general, sino también la responsabilidad especial cristiana del matrimonio canónico.
D) Sustentación y educación de la prole.
El deber de la sustentación y educación de la prole es uno de los más gravemente urgidos por la norma canónica, a tenor del canon 1.136: «Los padres tienen la obligación gravísima y el derecho primario de cuidar, en la medida de sus fuerzas, de la educación de la prole tanto física, social y cultural como moral y religiosa». Con particular empeño el legislador recuerda, en el tema educativo, el derecho y obligación de los padres en cuanto a la educación de los hijos (c. 793,1).
En otro momento, al hablar de la eventual separación de los cónyuges, el legislador vuelve a recordar la misma obligación (c. 1.154): «Realizada la separación de los cónyuges, hay que proveer siempre de modo oportuno a la debida sustentación y educación de los hijos». Y previamente a esta norma, en el canon 1.153, el legislador subraya cuidadosamente la atención a los hijos, cuando establece como posible causa de separación, ya antes aludida, entre otras, el grave peligro moral o corporal que uno de los cónyuges puede representar para el otro o para la prole, autorizando al otro la separación legítima en evitación de mayores males.
En cambio, se omite, tanto en este lugar de la relación paterno-filial como en otros, el tema de la patria potestad, sin mencionarla expresamente, como hacía el Código de 1917, a no ser que quieran entenderse como tal expresión clásica las palabras del canon 98,2: «la persona menor está sujeta a la potestad de sus padres o tutores en el ejercicio de sus derechos.».
En la determinación de este derecho y deber hay, tal vez, una velada remisión al ordenamiento civil de los países por parte del legislador canónico, como se observa en la jurisprudencia canónica de los últimos lustros. En algunos aspectos del tratamiento jurídico del menor el reenvío canónico a la norma civil es más explícito, como sucede en la constitución de tutores (c. 98,2) y en la emancipación (c. 105,1).
La ratificación del deber y derecho educacional de los padres se asienta, desde luego, en los principios cristianos, explicados éstos sin interrupción en la doctrina pontificia y conciliar, especialmente en el Vaticano II.
Así lo proclama la constitución conciliar citada «Gaudium et spes» (núms. 48 y ss.), al destacar el deber de los padres y derecho correspondiente de cuidar de la vida y salud de los hijos desde el momento de la concepción y nacimiento, el de educarlos o procurarles debida educación física, social, cultural, de una parte, y moral y religiosa de otra. Así también lo señala la declaración conciliar «Gravissimum educationis» (núms. 6 y 7), indicando como primera e intransferible obligación y derecho de los padres el educar a los hijos y la correspondiente función subsidiaria del Estado, la obligación y derecho de los padres en la educación moral y religiosa de los hijos, y la colaboración en esta tarea, dentro del pluralismo y libertad religiosa, de las autoridades y sociedades civiles. Y, por último, también se indica en la declaración conciliar sobre libertad religiosa «Dignitatis humanae» (núm. 5). La responsabilidad en las mismas instancias sobre la educación religiosa de los hijos dentro de la protección a la libertad religiosa de las familias.
El mismo canon 1.136 subraya la gravedad de este deber, pero también destaca la prioridad de su derecho correspondiente, pues es principio continuamente invocado por la doctrina la prioridad de este deber y derecho de los padres ante cualquier otra instancia social o estatal, si bien a la sociedad y al Estado corresponde, como es bien conocido, una importante función subsidiaria en el desarrollo educativo (cfr. cc. 217, 774, 793 y 1.366).
Estos principios, por lo demás, constan como aceptados por los textos jurídicos internacionales de derechos fundamentales humanos, y recibidos en la mayoría de las constituciones de los países y en acuerdos internacionales firmados por los países. Véanse, por ejemplo, entre otros, los siguientes textos jurídicos: Declaración universal de derechos humanos, artículo 18; Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales, artículo 13; Pacto internacional de derechos civiles y políticos, artículo 18; Convenio europeo de derechos humanos, artículo 9. Por lo que respecta a España, que tiene suscritos todos estos textos, cfr. Constitución Española, artículos 10 y 27; Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales entre la Santa Sede y España (1979); Ley orgánica de libertad religiosa (1980).
Es interesante añadir, en lo relativo a la educación religiosa de los hijos, el especial cuidado del legislador canónico cuando habla de matrimonios mixtos. Pues, además de inculcar el mutuo respeto entre los cónyuges sobre sus convicciones religiosas, estimula a los mismos para que se preocupen del bautismo y educación cristiana de los hijos, posiblemente, concertando de buen grado, con anterioridad al matrimonio, los extremos más importantes de este compromiso (cc. 1.125 y 1.128, sobre matrimonios mixtos; c. 1.129, sobre matrimonios de disparidad de cultos). Los acuerdos interconfesionales entre la Iglesia católica y otras confesiones religiosas pueden facilitar la solución de posibles desavenencias que se originen en este deber educativo religioso de los hijos.
4. Filiación.
Señalemos previamente, antes de hablar de la legitimidad de los hijos, el efecto natural de la filiación, que lógicamente precede a aquél.
El hecho natural de la filiación, de fundamentación biológica, tiene importante repercusión jurídica y en el mismo se basa la legitimidad de los hijos. La filiación es un hecho natural, pero adquiere también fuerza jurídica.
No ofrece dificultad, normalmente, la filiación materna, por ser hecho fácilmente conocido, a no ser en caso de las modernas prácticas genéticas, a las que luego aludimos. En cambio, respecto de la filiación paterna, al no ser susceptible de prueba directa incontrovertible, el Código establece algunas presunciones de derecho; entre ellas, cuando se trata de un hijo de mujer casada, el principio clásico procedente del Derecho romano: «pater est quem iuxtae nuptiae designant», es decir, el padre se presume que es el marido de la madre, mientras no se demuestre lo contrario con razones evidentes (c. 1.138,1).
Esta presunción de paternidad respecto del marido de la madre se hace más fuerte también por la nueva presunción de derecho (c. 1.138,2), cuando el hijo ha nacido después de los ciento ochenta primeros días (seis meses) de la celebración del matrimonio, o incluso dentro de los trescientos días (diez meses) después de la disolución de la vida conyugal. Pues en uno y otro caso la «concepción se ha podido producir normalmente dentro de la convivencia matrimonial», aunque el «nacimiento» se haya producido dentro de la misma, en el primer caso, o fuera de ella, en el segundo. Sabido es, en efecto, que el criterio jurídico ha aceptado como buena la estimación tradicional de que la gestación requiere un plazo mínimo de seis meses y un plazo máximo de diez. De forma similar se pronuncia el legislador español en el Código Civil, arts. 116 y 117.
El Código Canónico establece esta segunda presunción a favor de la «legitimidad» del hijo; pero en realidad esta nueva presunción se refiere más directamente a la filiación respecto del marido de la madre que a la legitimidad, aunque ésta sea consecuencia de aquélla. Lo confirma el haberse situado esa norma en el mismo canon y a continuación del párrafo primero, el cual trata de la filiación; su sentido, según el experto canonista L. MIGUÉLEZ, equivale a lo siguiente: «se presume que son hijos del matrimonio los nacidos.». La apreciación de este autor, que se refiere a la legislación del Código anterior, entendemos que es totalmente válida para la norma del canon 1.138 del Código actual.
Sin embargo, al ser presunciones de derecho tanto el aforismo romano como el principio de filiación y legitimidad, es claro que admiten prueba en contrario. Esta prueba consistiría en la imposibilidad de unión sexual entre los cónyuges en el tiempo de la concepción (por ausencia o por impotencia sobrevenida), y, más en concreto, durante los cuatro primeros meses de los diez que como máximo, según la presunción jurídica, preceden al nacimiento.
En las legislaciones modernas se autoriza la investigación de la paternidad y maternidad mediante toda clase de pruebas, incluidas las biológicas, análisis de grupos sanguíneos (véase por ejemplo Código Civil español, artículo 127). Estas pruebas, sin embargo, si en algún caso no resultaran definitivas, habrían de ser utilizadas cautamente, porque podrían sembrar la desconfianza entre los cónyuges y romper la paz conyugal. Por otra parte cabe añadir que debido al progreso de la llamada ingeniería genética (fecundación in vitro, maternidad subrogada, etc.) puede producirse incertidumbre tanto sobre filiación materna como paterna, y ampliar, por tanto, el uso de las pruebas biológicas.
A) Legitimidad.
El tema de la legitimidad de los hijos como efecto jurídico del matrimonio, y en especial la diferencia entre los hijos legítimos e ilegítimos, fue sometido en el momento de la revisión del Código Canónico a profundo análisis, sugiriéndose su posible desaparición normativa por varios motivos; particularmente por la desigualdad social y jurídica que supone y por una mayor congruencia con el sentimiento cristiano, así como también por la tendencia actual de los ordenamientos civiles a la equiparación total de hijos matrimoniales y no matrimoniales. De hecho, además, en el nuevo Código desaparece el efecto canónico más característico de la ilegitimidad, la llamada irregularidad por nacimiento, irregularitas ex defectu natalium.
Sin embargo, prevaleció la opinión de mantener una normativa elemental en atención a las razones sociológicas que motivan su permanencia en la legislación civil de algunos países, dado que el Código rige para la Iglesia universal, pero equiparando totalmente en cuanto a efectos canónicos la situación de los hijos legítimos y legitimados (Rev. Communicationes 9, 1977, 77 y 106).
La legitimidad de los hijos, aunque tiene su base normal en el simple hecho del matrimonio de los padres, legitimidad natural, sin embargo, en el Código Canónico y en las legislaciones civiles es más bien un concepto jurídico, legitimidad jurídica, que determina la cualidad de los hijos en cuanto concebidos o nacidos de matrimonio válido o putativo, y que comprende una determinada eficacia jurídica: «Son legítimos los hijos concebidos o nacidos de matrimonio válido o putativo» (c. 1.137).
Se trata, por tanto, de un concepto jurídico que amplía el de legitimidad natural como simple hecho. Porque la legitimidad natural sólo se da cuando el hijo ha sido engendrado por padres unidos en aquel momento en «matrimonio válido» («engendrado», explica el citado autor MIGUÉLEZ, porque en el momento de la concepción es cuando empieza a existir el hijo y no en el momento de ser alumbrado, y «matrimonio válido», porque la legitimidad natural presupone la existencia de un matrimonio, el cual en realidad no existe si no es válido).
En cambio, la legitimidad jurídica, según el canon citado, se da no sólo por la «concepción» dentro del matrimonio válido, sino también cuando la concepción es anterior al matrimonio y el nacimiento se produce durante el matrimonio, y, a su vez, no sólo dentro del matrimonio válido, sino también dentro del matrimonio putativo, y finalmente se extiende también, según el c. 1.138,2 al «nacido» con posterioridad a la disolución de la vida conyugal si el nacimiento se produce dentro de los trescientos días siguientes a esta disolución.
Siguiendo el legislador eclesiástico esa corriente de opinión antes mencionada, ha quedado suprimida toda discriminación en cuanto a nacimiento, pues la ilegitimidad a efectos canónicos ya no constituye irregularidad, como lo constituía en el Código anterior, ni para acceder al orden sagrado, ni a la profesión religiosa con destinación al sacerdocio, ni al orden del episcopado, ni al cardenalato. En ninguna de las normas correspondientes aparece alusión alguna a dicha irregularidad. También ha desaparecido del Código la clasificación del derecho anterior, que incluía cierto sentido peyorativo (prole adulterina, sacrílega.).
Por otra parte, se establece de manera positiva, como hemos indicado, la total equiparación jurídica entre los hijos legítimos y legitimados: «Por lo que se refiere a los efectos canónicos, los hijos legitimados se equiparan en todo a los legítimos, a no ser que en el derecho se disponga expresamente otra cosa» (c. 1.140).
B) Legitimación.
El canon 1.139 determina con breve enunciado que «los hijos ilegítimos se legitiman por el matrimonio subsiguiente de los padres, tanto válido como putativo, o por rescripto de la Santa Sede», y el siguiente y último canon de este apartado, el c. 1.140, como dejamos dicho, se refiere a la plena equiparación canónica de hijos legítimos y legitimados.
La legitimación, por tanto, es la institución jurídica por la que se concede al no legítimo la condición jurídica del legítimo. Se realiza de dos formas:
a) Por subsiguiente matrimonio de los padres, bien sea procediendo a celebrar el matrimonio no celebrado antes o bien por convalidación simple o por sanación en la raíz del celebrado antes inválidamente.
b) Por rescripto de la Santa Sede. Este rescripto puede ser solicitado directamente para este efecto de legitimación, o, eventualmente, para otro efecto, e incluir simultáneamente también la legitimación de la posible prole. Esta última práctica suele emplear la Santa Sede, por ejemplo, al conceder el indulto de secularización del que ha recibido el orden sagrado (S. Congr. Doctrina de la Fe, 13 de enero de 1971: AAS 63, 1971, 306).
5. Efecto sacramental.
El efecto peculiar del matrimonio cristiano es, lógicamente, de naturaleza religiosa, y concretamente sacramental, y aparece indicado en el c. 1.134: «Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de su estado».
Este especial efecto sacramental está sugerido por el legislador en otros momentos de la normativa matrimonial. Pues asentando desde el principio el carácter de sacramento y su inseparabilidad del matrimonio de los cristianos (c. 1.055), el legislador subraya la especial firmeza que el sacramento confiere a las propiedades esenciales del matrimonio (c. 1.056) y pide cuidadosa asistencia pastoral a los cónyuges para que éstos adquieran conciencia de su especial compromiso cristiano, conozcan la auténtica significación y participación de su matrimonio como signo del misterio de la unidad y amor entre Cristo y la Iglesia y traten de progresar en santidad y plenitud de vida en familia (c. 1.063).
Se refuerza de este modo, desde un punto de vista canónico, la obligatoriedad jurídica para los deberes derivados de esta vocación y responsabilidad cristiana y sacramental, para lo cual se produce precisamente esa especial fuerza y consagración.
Con razón se puede hablar, según sugiere el Concilio Vaticano II, de iglesia doméstica o ministerio conyugal, como elemento orgánico eclesial, a escala reducida, pero viva, de la familia cristiana, cuando los cónyuges son sinceramente responsables de su compromiso cristiano matrimonial.
En todo momento, por otra parte, ha estado presente esta eficacia del matrimonio cristiano, como se deduce de los textos del Nuevo Testamento (Ef. 5, 21-33; Mt. 22, 2-14; Lc. 14, 16-24; Ap. 19, 7-9 y 21, 2-9), de la insistencia doctrinal de la Patrística sobre el compromiso de los cónyuges cristianos sinceramente dispuestos ante este don de gracia y efecto sacramental, y, en nuestros días, particularmente de la doctrina del Vaticano II. Este concilio, en efecto, explica el carácter sacramental del matrimonio cristiano como don de gracia y de caridad; sacramento de gracia continuada en la sociedad conyugal, y considera a los cónyuges cristianos robustecidos y como consagrados por el mismo (Constitución «Gaudium et spes» núms. 48-50).
6. Efectos meramente civiles.
El Código Canónico habla en dos momentos de los efectos meramente civiles del matrimonio canónico. Uno es en el canon 1.059, al afirmar que «el matrimonio de los católicos, aunque esté bautizado uno solo de los contrayentes, se rige no sólo por el derecho divino, sino también por el canónico, sin perjuicio de la competencia de la potestad civil sobre los efectos meramente civiles del mismo matrimonio». El otro momento es el del fuero competente en las causas matrimoniales de los bautizados. Pues después de enunciar el legislador en canon anterior que tales causas corresponden por derecho propio al juez eclesiástico, señala en el c. 1.672 el fuero competente sobre los efectos meramente civiles del matrimonio canónico: «Las causas sobre los efectos meramente civiles del matrimonio pertenecen al juez civil, a no ser que el derecho particular establezca que tales causas puedan ser tratadas y decididas por el juez eclesiástico cuando se planteen de manera incidental y accesoria».
Desde el punto de vista canónico se entienden como efectos meramente civiles del matrimonio aquellos que son propuestos por la autoridad civil en relación con el matrimonio, pero que no brotan de la esencia del matrimonio ni de sus propiedades esenciales ni son inseparables de la misma. Es decir, aquellos efectos convencionales añadidos al matrimonio por la voluntad legislativa civil y que no brotan de la esencia del matrimonio. Esto sucede, por ejemplo, con los efectos económicos, patrimoniales, sucesorios, participativos y otros.
Sobre estos efectos la competencia estatal, aun tratándose de matrimonio canónico, como se trata, es amplia, en su procesamiento y sanción, cuando hay lugar a ello.
Otros aspectos esenciales, como la propia validez del matrimonio canónico, pueden ser efectos civiles cuando el matrimonio es reconocido por la autoridad civil, como sucede en diversos países, entre ellos España (Código Civil, art. 60; Acuerdo Jurídico entre la Santa Sede y España, 1979, art.6), pero no constituyen efectos meramente civiles al serlo también canónicos. Lo mismo cabe decir del vínculo jurídico dimanante y de los deberes y derechos conyugales esenciales, pero también se constituyen como efectos civiles en cuanto es reconocida la validez de dicho matrimonio por la autoridad civil.
Otros efectos, finalmente, pueden aparecer inseparablemente unidos al matrimonio válido en su momento oportuno, como la filiación legítima y sus correspondientes relaciones paterno-filiales, y serán, de la misma manera, efectos canónicos y civiles, pero no meramente civiles.
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