Derecho Canónico
I. Nociones generales.
La verdad es el objetivo primordial de nuestro entendimiento: a conseguir la verdad tiende por naturaleza y en consecución de la verdad descansa. El hombre se mueve hacia la verdad por impulsos de su misma naturaleza en todo lo que hace. También cuando contrae matrimonio su entendimiento pretende objetivos de verdad (sobre el matrimonio en sí mismo y sus propiedades; sobre la persona del contrayente; sobre sus cualidades), los cuales, impresionando a la voluntad, constituyen la plataforma de sustentación del acto del consentimiento.
Pero la verdad puede, en ocasiones, resistirse al entendimiento; la asecución de la verdad puede ser perfecta en ocasiones, pero en otras puede ser imperfecta o nula. De ello deriva que puede resentirse el mismo acto humano de consentir y que pueda, en determinadas situaciones de ignorancia o error, quedar en entredicho la misma validez del matrimonio.
A tales situaciones responden los cc. 1.096, 1.097, 1.098, 1.909 y 1.100 del nuevo ordenamiento canónico.
Los estados de la mente en relación con la verdad pueden reducirse a los siguientes:
A) Ignorancia y error.
Se trata de dos vicios de entendimiento, y en ambos se trata de fijar una actitud ante la idea: negativa, en la ignorancia; positiva, en el error.
Son dos figuras, por tanto, muy conectadas tanto filosófica como jurídicamente. No se confunden conceptualmente, pero tienen efectos similares en la práctica.
En términos generales -refiriéndonos a los conceptos- se puede decir que mientras la ignorancia entraña una falta de conocimiento, el error supone conocimiento, pero no el adecuado y correspondiente a la idea de que se trata.
Lo que califica, en general, a la ignorancia es el sentido de carencia: quien ignora no sabe. Es carencia o privación de conocimiento. La carencia puede surgir simplemente porque no se sabe (nesciencia) o porque no se sabe lo que se debería saber (ignorancia propiamente dicha). Es decir: la ignorancia puede contemplarse en dos momentos: con anterioridad a toda iniciativa del entendimiento en relación con la verdad; o en concomitancia con un estado del entendimiento en relación con esa misma verdad. Según esto, la filosofía clásica distinguía varios tipos de ignorancia: negationis llamada nesciencia; privationis, y pravae dispositionis (SANTO TOMÁS, Summa Theologica, I-II, q. 76, art. 2). Puede ocurrir que no se sepa porque no se puede saber; o porque no se está en disposición de saber; o porque no se quiere saber (en esta última situación entra ya un elemento ético en el concepto de ignorancia).
Lo que califica, en general, al error no es la carencia de conocimiento, sino la falsedad del mismo.
El error -según la definición más común- es el asentimiento firme del entendimiento a una cosa que es falsa, pero que es tenida por verdadera (iudicium falsum de re).
El error supone una actividad del entendimiento, que no es la correcta: la estimación del intelecto no se adecua a la realidad del objeto, lo que ocurre sin tener conciencia de tal falta de adecuación.
Observando el proceso del acto humano, el error se sitúa propiamente en la última parte del juicio, en la esfera de la actividad estimativa del entendimiento. Es cosa, por tanto, fundamental y básicamente del entendimiento, pero ha de admitirse que en el error también toma parte la voluntad: no habría error con la sola inteligencia y sin la voluntad. La adhesión del entendimiento a lo que es falso exige imperatividad. Por eso se ha dicho que el principio metafísico del error es la libertad; libertad que es, al mismo tiempo, principio de la salida del error y de la adquisición de la verdad.
El error puede dividirse de varias maneras:
- Por su procedencia o raíz causal: el error puede provenir de ignorancia, o de inadvertencia, o de negligencia, o imprudencia, o de dolo.
- Por su protagonismo causal en el acto: el error puede ser antecedente, cuando de tal modo precede la declaración de voluntad que la determina totalmente siendo la causa del acto: actus ex errore o puede ser concomitante, cuando el mismo acompaña la declaración, pero no la determina necesariamente: actus cum errore.
- Por razón de su objeto: el error puede ser «de hecho» o «de Derecho», «sustancial» o «accidental».
El error es de Derecho cuando versa sobre la misma regulación jurídica del acto; versa sobre las condiciones exigidas por el ordenamiento para tal acto; puede referirse a la naturaleza del negocio, al objeto formal del mismo o a su causa específica.
El error de hecho es el que versa sobre el contenido material del negocio y sobre el hecho concreto. En este plano se sitúan, entre otros, los errores sobre la identidad de la cosa, sobre la calidad sustancial del acto, sobre la persona, sobre las cualidades de la persona.
El error es sustancial cuando versa sobre alguno de los elementos constitutivos del acto. El error puede ser también sustancial cuando verse sobre algo que, subjetivamente o en la intención del agente, pertenezca a la sustancia del acto; v. gr., una condición sine qua non (cfr. SALMANS, J.: Circa vitia consensus, en Ius Pontificium, 10, 1930, 108-109, MICHIELS, G.: Principia generalia de personis in Ecclesia, Parisiis, 1955, pág. 655, nota 2).
El error es accidental cuando se refiere sólo a los elementos accidentales del negocio.
Diversa incidencia de la ignorancia y del error sobre el acto voluntario.
Siendo como son distintas la naturaleza de la ignorancia y la del error, tiene que serlo también la perspectiva de afectación del acto por cada uno de ellos.
Respecto de la ignorancia, se pueden distinguir dos aspectos: el meramente privativo de la ignorancia, en el que propiamente se descubre una ineficacia en la determinación del acto, ya que, como dice TOMÁS (Summa Theologica, Suppl. q. 51, art. 2), la misma de sui ratione non importat aliquem cognitionis actum. De todos modos, la ignorancia admite también una realidad de alguna forma causativa: como señala DUNS SCOTO (Ordinario, IV, d. 30, q. 1, v. 19), ignorantia autem, et maxime illius conditionis quae requiritur ad actum voluntarium, causat involuntarium. La ignorancia, en este sentido, puede ser la causa del acto que la posesión de la verdad hubiera podido evitar. Puede ser fuente y servir de base al error. La filosofía explica cómo el aspecto privativo de la ignorancia puede ser compatible con el aspecto causativo: directamente la ignorancia no puede tener incidencia en el acto volitivo porque es una carencia; pero indirectamente sí puede tenerla: causa per accidens, sicut remotio prohientis.
El error, por el contrario, se sitúa en una línea positiva, de realidad cognoscitiva. El error muestra una dinamicidad evidente: la dinamicidad propia del conocimiento (la ignorancia no es conocimiento, sino carencia del mismo; el error es conocimiento, aunque no acomodado a la verdad). El error es eminentemente operativo.
B) Otras situaciones de la mente en relación con la verdad pueden ser también la duda, la inadvertencia, la opinión y el olvido.
La duda es una indeterminación del ánimo entre dos juicios por el equilibrio de las motivaciones: la mente vacila, la vacilación produce indeterminación y el juicio termina por suspenderse.
La inadvertencia es simplemente carencia de atención actual sobre una cosa; es un estado transitorio del entendimiento, el cual en un momento dado, por incuria, despreocupación, obsesión por otras cosas o por circunstancias diversas, deja de tener presente una determinada realidad.
La opinión viene a ser el parecer que se sostiene acerca de una cosa cuestionable: es ciertamente un assensus mentis, pero no absoluto, sino cum formidine errandi.
Y el olvido no es otra cosa que una carencia o privación del conocimiento tenido con anterioridad y puede ser habitual o transitorio.
Realmente estas situaciones ofrecen poca o nula relevancia en el plano de la validez del matrimonio, al menos en un sentido directo. La palabra opinio muestra alguna relevancia jurídica a tenor del c. 1.100.
C). El dolo.
En el campo del Derecho, el dolo presenta dos significados fundamentales: el uno, referido a la materia contractual, y el otro, a la materia penal.
En lo penal, el dolo implica voluntad de cometer el delito.
Nosotros, aquí, lo tomamos en el plano contractual como uno de los vicios del negocio jurídico.
La figura del dolo en el plano civil aparece ya en el Derecho Romano, siendo clásica la definición de LABEON, que ofrece ULPIANO en el Digesto (D. 4.3.1.2): omnis calliditas, fallacia, machinatio ad circunveniendum, fallendum, decipiendum alterum adhibita. Se trata del empleo de disposición cautelosa o astuta, de fraude-engaño-mentira, de asechanzas artificiosas para enredar, engañar o decepcionar a otro.
Este sentido general del dolo se concreta a la materia contractual añadiendo que con esas insidias lo que se pretende es determinar la realización de un acto jurídico. Se trata de una urdimbre, hecha de engaños y artificios, dirigida a crear o provocar una situación del psiquismo que determine en el así engañado una volición conforme al intento del que engaña. En este sentido, MICHIELS ofrece esta definición: deceptio alterius deliberate et fraudulenter commissa, qua hic inducitur ad ponendum determinatum actum iuridicum (op. cit., pág. 660).
De acuerdo con estas definiciones y como elementos integrantes del concepto de dolo se puede consignar los siguientes:
- En primer lugar, el dolo, que se sustancia fundamentalmente como acto de voluntad en la persona que lo causa, es en el sujeto pasivo del mismo algo que afecta inmediatamente a su entendimiento e indirectamente a su voluntad. El dolo produce error en la víctima del mismo y eses error general el voluntario.
Hay que tener en cuenta que ese error, que en otras situaciones puede provenir de circunstancias o condiciones internas al propio sujeto (ignorancia, inadvertencia, negligencia), en el dolo procede de un agente exterior y libre.
La mecánica del dolo consiste en que el engaño lleva al error y el error (vicio del entendimiento) produce la decisión voluntaria (acto de la voluntad).
Insistiendo en este mecanismo del dolo en relación con los sujetos activo y pasivo del mismo, hay que señalar que, mientras la persona engañada tiene que ser protagonista en el acto o negocio jurídico, es irrelevante que la persona que causa el dolo sea o no el otro contrayente, pudiendo serlo perfectamente una tercera persona. Tratándose del dolo en relación con el matrimonio, la Comisión para la revisión del Código del Derecho Canónico hizo constar que nihil refert utrum talis dolus patratus sit a parte contrahenda an ab alia persona (cfr. Communicationes, 3, 1971, 77). Lo que en definitiva cuenta no es quién cause el dolo, sino la incidencia que ello tiene sobre el consentimiento.
- En segundo lugar, el dolo supone en quien lo produce una voluntad o intención deliberada en engaño. El dolo pretende inmediatamente el engaño y mediatamente la posición del negocio jurídico por el paciente. Contiene, por tanto, el dolo una actividad injusta, que ataca la libertad de la persona engañada y que se conecta, por tanto, con la mala fe. Hablar, en concurrencia, de dolus bonus parece un contrasentido.
- En tercer lugar, existe un nexo de causalidad entre esa actividad maliciosa y la realización del acto jurídico. El objetivo terminal del dolo es la decepción del sujeto pasivo y una actuación correspondiente del mismo. Eses influjo causal ha de ser tan determinante que, sin el dolo, no se habría dado el consentimiento para dicho acto jurídico.
Sintetizando, en el dolo encontramos estos factores constitutivos: una actividad desencadenante; el engaño como resultante de dicha actividad; una actividad desencadenada o resultado y la mala fe. O lo que es lo mismo: una actividad fraudulenta; el vicio de entendimiento-voluntad derivando de la misma; una actuación del engañado, y el ingrediente ético de la mala fe.
II. Las disposiciones del ordenamiento canónico sobre la ignorancia, el error o el dolo.
1. Ignorancia acerca de la naturaleza o identidad del matrimonio.
Estado de la cuestión.
El planteamiento de la cuestión podría ser el siguiente: ¿Puede una persona medianamente normal, capaz por tanto de acto humano, en este mundo nuestro abierto a los adelantos de la ciencia, al progreso y al influjo de los medios de comunicación social; en medio de una sociedad permisiva en que lo sexual y la divulgación sobre los temas sexuales y de relación hombre-mujer han alcanzado niveles que parecen insuperables; puede una persona normal, que viva en tales circunstancias carecer de los mínimos conocimientos sobre la naturaleza e identidad del matrimonio, de tal forma que su ignorancia sobre lo que es y significa el matrimonio pueda viciar su consentimiento?
Aunque realmente cueste creer que una persona adulta de nuestro mundo actual pueda mantenerse en esa ignorancia, la realidad de la vida es muy variada y la experiencia de los tribunales demuestra que se dan casos.
El tema, por tanto, que aquí debatimos es: cuál deba ser el contenido mínimo de la conciencia del contrayente acerca del matrimonio que contrae, como factor previo a la determinación de lo que ese mismo contrayente quiere.
No puede caber duda que el matrimonio, en su calidad de opción fundamental de la existencia humana y una de las realidades más serias de la vida del hombre, tomado en la profundidad de su condición humana compleja y plurivalente, contiene elementos que exigen par su adecuada comprensión y valoración un alto nivel reflexivo y un hábito serio de dedicación a estas cuestiones, en que no sólo la filosofía, la teología o la sociología tienen algo que decir, sino también otras ciencias, como la biología, la psiquiatría, la misma antropología, la sexología, etc., incluyen referencias muy directas e importantes al matrimonio.
Esto no quiere decir, sin embargo, que, para contraer matrimonio válidamente, se requiera un adecuado, pleno y hasta científico conocimiento de la realidad matrimonial con toda su complejidad, con todos sus perfiles, con la plenitud que puede tener de ella un jurista especializado en matrimonio o un cultivador de esas ciencias que mantienen alguna relación con él.
Queremos decir que ese conocimiento no tiene que ser ni técnico ni máximo sobre la realidad conyugal; pero tampoco ha de darse un conocimiento nulo.
Tanto por la trascendencia del matrimonio para la vida humana como por ser todo matrimonio consecuencia de un consentimiento personal (cfr. c. 1.057) que ha de ser acto consciente y libre, se hace patente la necesidad de algún conocimiento de la realidad, en virtud del conocido y admitido axioma nihil volitum quin praecognitum.
La determinación, lo más precisa posible, del grado de conocimiento requerido sobre la naturaleza e identidad del matrimonio, para contraerlo válidamente, es lo que constituye el objeto de esta primera parte de la exposición.
A esta cuestión responde el c. 1.096 del Código de Derecho Canónico, que dice: «Para que pueda haber sentimiento matrimonial, es necesario que los contrayentes no ignoren al menos que el matrimonio es un consorcio permanente entre un varón y una mujer, ordenado a la procreación de la prole mediante una cierta cooperación sexual. Esta ignorancia no se presume después de la pubertad».
Explicación del c. 1.096:
Antes del Código de 1983 -y en base al c. 1.082 del Código de 1917- las tendencias en relación con ese conocimiento mínimo se puede reducir a tres: dos extremas (minimalista y maximalista) y una media con diferentes modalidades de planteamiento.
El criterio determinante de la división estaba en el mayor o menor grado de conocimiento exigido sobre la naturaleza e identidad del matrimonio, lo que se concretaba sobre todo en el grado de conocimiento del medio para obtener la procreación, con referencia concreta al actus per se aptos ad prolis generationem y con fórmulas como concursus physicus, concursus proprii corporis, mutua cooperatione, aliqua corporum coniunctio, aliqua mutua opera physica, etc.
Para la orientación minimalista (BERARDI, CHRETIEN, PAYEN, MANS PUIGARNAU, RAVA, etc.) es suficiente un conocimiento mínimo, que se centra en saber que el matrimonio es una sociedad permanente, de un hombre y una mujer, que se ordena a la procreación y sin que entre en el conocimiento ningún tipo de conocimiento del medio por el que se logra esa cooperación: cópula, acto sexual.
Para la orientación maximalista (KNECHT, VLAMING-BENDER, TRIEBS, OESTERLE, JEMOLO, GRAZIANI, etc.) se requiere mayor conocimiento del objeto del matrimonio, llegándose a exigir un conocimiento distinto y claro del medio para obtener la procreación.
Las consecuencias de sustentar una u otra teoría eran patentes. Como dice MOSTAZA: «Para los llamados minimalistas, cualquier joven totalmente desconocedora de las relaciones íntimas podía contraer válidamente matrimonio, mientras que, según los llamados maximalistas, era nulo tal matrimonio sin un conocimiento somero del acto conyugal» (MOSTAZA, Derecho matrimonial, en Nuevo Derecho Canónico, Madrid, BAC, 1983, pág. 248).
En cuanto a las tendencias medias, las mismas -respecto del medio necesario para la procreación- sostienen que el contrayente debe conocer que los hijos se procrean mutua opera coniugum; que se requiere algún tipo de cooperación física entre los contrayentes, aunque ignoren en qué consiste precisamente la misma; se requiere la idea de algún tipo de concursos humano, aunque sea confuso (HOLBOECK, LORENC, WERNZ, GASPARRI, BIDAGOR, VERMEERSCH, NOLDIN, FARRARI, etc.).
Antes del Código nunca se llegó a superar plenamente el problema planteado por tanta diversidad de sentencias; si bien es verdad que la jurisprudencia más moderna se iba orientando claramente hacia las tendencias medias.
En el nuevo Código, aunque se mantienen elementos del antiguo c. 1.082, se ofrece una norma que puede considerarse resolutoria de la antigua polémica.
Hay que hacer una primera referencia a la expresión non ignorent (no ignoren los contrayentes) que ya existía en la legislación anterior. Esta expresión ha sido explicada de diferente forma. Un sentido era éste: no se exige que sepan, sino que no ignoren, puesto que no ignorar significa tener sólo alguna noticia, aunque sea confusa e imperfecta. Pero la sentencia c. Wynen, de 13 de abril de 1943, rechaza tal interpretación porque no ignorar equivale a saber: qui non ignorat is ea scit vel cognoscit. Etenim scio est: novi, non ignoro, cognitum habeo, teneo como señala FORCELLINI (Lesicon totius latinitatis, vol. IV, pág. 253).
Nos parece que con la expresión: saltem non ignorent se quiere indicar que se establece una línea de conocimiento mínimo; pero ello no quiere decir que ese conocimiento deba ser confuso e imperfecto. Se exige un mínimo de conocimiento, no un conocimiento incierto.
Según el c. 1.096, el contrayente, para casarse válidamente, debe conocer al menos los siguientes elementos que sirven para identificar el matrimonio: a) que el matrimonio es un consorcio de vida, una comunidad de vida, una unión que lleva aparejada la participación de ambos contrayentes en la misma vida y en el mismo destino humano; b) que se trata de algo permanente y estable y no meramente de algo provisional y pasajero; no se precisa que sepan que se trata de una sociedad perpetua o indisolube; c) que esa unión es heterosexual: es decir, de un varón y una mujer; d) que tal consorcio entre varón y mujer está ordenado a tener descendencia; e) finalmente, en el nuevo Código -y en esto se encuentra el progreso especial respecto de la legislación anterior- parece ponerse fin a la cuestión antes debatida sobre el necesario conocimiento del medio para la procreación. Expresamente se afirma que no deben ignorar los contrayentes que la procreación de los hijos es consecuencia de cooperatione aliqua sexuali (no corporali, como aparecería en los primeros esquemas de la reforma). Es decir: se exige en ellos conocer que la procreación tiene lugar mediante algún tipo de cooperación sexual entre el hombre y la mujer. Hay que afirmar que en ese conocimiento debe entrar de alguna manera el concurso sexual, aunque no se exige, sobre todo por la limitación que supone la partícula aliqua, un conocimiento exacto y preciso del funcionamiento de los órganos sexuales. Sería suficiente un conocimiento vulgar sobre tal cuestión. No bastaría, al haberse sustituido «corporal» por «sexual», el conocer que la procreación deriva de un concurso corporal.
Finalmente, en el apartado segundo del mismo canon se formula una presunción de Derecho: esta ignorancia no se presume después de la pubertad: de los doce años en la mujer y los catorce en el hombre. No dice, indirectamente, que se presuma antes la ignorancia, sino simplemente que la misma no se presume después. La base de la presunción se halla, como hemos visto, en que a esa edad, por la evolución natural de las personas, la misma naturaleza instruye y provee sobre lo que es necesario para una realidad, como el matrimonio, a la que esa naturaleza tiende y para la que ella debe dotar con normalidad.
2. El error sobre la persona.
Dice a este respecto el c. 1.097, 1: «el error acerca de la persona hace inválido el matrimonio».
San ALFONSO M. DE LIGORIO (Theologia Moralis, Romae, 1767, vol. III, pág. 48, Lib. VI, Tract. VI) dice a este respecto: Certum est apud omnes quod error circa personam de iure naturae dirimit matrimonium, quia contrahentium personae sunt substantiale matrimonii obiectum; ergo si variatur persona, erratur circa substantiam contractus, dum qui intendit contrahere cum una, non consentit contrahere cum alia.
Es decir: el error sobre la persona invalida el matrimonio por varias razones: por falta de objeto, en primer lugar; la persona del contrayente es objeto del matrimonio y el error sobre el objeto sustancial: En segundo lugar, por la naturaleza del contrato matrimonial: el matrimonio es un contrato personalístico, que se realiza intuitu personae. La identidad de la misma es, por tanto, límite mínimo para el conocimiento de ella. Y en tercer lugar: por defectuosa proyección de la voluntad sobre el objeto: el consentimiento no se dirige a la persona que realmente se quiere: no a la persona presente, porque el matrimonio no se dirige a ella; ni a la persona que se quiere, porque ésa no está presente ni emite ella consentimiento.
Dadas las formalidades que se exigen para el matrimonio en estos momentos, el supuesto de error sobre la persona apenas es posible: sólo cabría en el matrimonio celebrado en unas condiciones de anormalidad manifiesta.
3. El error sobre las cualidades de la persona.
El c. 1.097, 2 del vigente Código establece al respecto: «el error acerca de una cualidad de la persona, aunque sea causa del contrato, no dirime el matrimonio, a no ser que se pretenda esta cualidad directa y principalmente».
La clave de entendimiento de este prescripto legal puede plantearse de este modo: la persona, con la que se contrae matrimonio, es físicamente la persona con la que se quiere contraer; pero pudiera ocurrir que dicha persona fuera diferente a como se pensaba que era en sus cualidades. Es la persona, pero no son sus cualidades lo que el contrayente esperaba encontrar.
Lo que vamos a analizar seguidamente es, por tanto, ésta: cuál sea la relevancia jurídica del error cuando su objeto se sitúa, no en la persona misma, sino en alguna de sus cualidades.
El ordenamiento canónico ofrece al respecto un principio general (el error sobre una cualidad no dirime el matrimonio) y una excepción (a menos que esa cualidad sea pretendida directa y principalmente).
a) El principio general: El error acerca de una cualidad de la persona, aunque sea la causa del contrato, no invalida el matrimonio.
El principio en cuestión encuentra una enseñanza constante en la canonística: el consentimiento se proyecta sobre las personas y no sobre sus cualidades, aunque las mismas puedan entrar en él como causas determinantes y motivas. De suyo, en consecuencia, tal error no afectaría esencialmente al objeto del consentimiento, sino a una cosa que se presenta como accesoria y adjetiva. Como comenta el profesor MOSTAZA (Derecho matrimonial, cit., pág. 250), «todos reconocen que el consentimiento va dirigido a una persona que goza de determinadas cualidades, pero se presupone que, en el acto de contraer matrimonio, la voluntad del contrayente va dirigida de modo absoluto a la persona, incluso en la hipótesis de error antecedente».
La validez del principio no puede, en teoría al menos, discutirse: el que se casa quiere y busca a la persona con predominio sobre lo que está en la persona; las cualidades son algo secundario en relación con el proyecto de la voluntad dirigido a la persona.
b) La excepción al principio.
El razonamiento de justificación del principio se basa en una presunción: hay que pensar, por principio, que en el matrimonio se busca a la persona por encima de las cualidades. ¿Qué pasará cuando la realidad no sea ésta? ¿Qué solución habrá cuando se demuestre que lo que realmente buscaba el contrayente en la comparte eran ante todo sus cualidades o alguna determinada cualidad y que la cualidad en cuestión no existía en el momento del matrimonio?
Por otro lado, hemos dicho anteriormente que ha de presumirse que el consentimiento se dirige a la y persona no a sus cualidades, aunque las mismas puedan constituir motivaciones del acto voluntario.
Si nos situamos en la idea de que el comportamiento del hombre ha de ser considerado en relación directa con la de pensar que ningún acto consciente y libre de la persona surge de la nada, dicho acto viene viene enlazado con el ser mismo del individuo, en cuanto personalidad derivada del contraste de una serie de factores condicionantes. Pues bien, es por medio de los motivos o motivaciones cómo un acto particular queda inserto dentro de esa totalidad que es la persona. El motivo es la razón y la justificación de las decisiones. Es cierto que la presencia de un motivo o motivación no produce necesariamente el acto volitivo: puede hacer otros motivos más fuertes que impongan la decisión y que «ese motivo» solamente coadyuve. Pero cuando un motivo determinado adquiere fuerza sobre los demás y se impone a ellos, si ocurriera que tal motivo se fijara en una cualidad de la persona, sería ese motivo y no los demás -incluido el situado en la persona misma-, lo que fundaría primordialmente la decisión (cfr. R. ZAVALLONI, La libertad personal según la psicología de la conducta humana, Madrid, 1959, págs. 95 y ss.).
Éste es el problema que se sitúa en la base del principio excepcional formulado por el c. 1.097, 2.
Esta problema ha sido uno de los más arduos del Derecho Canónico; que ha pasado por múltiples vicisitudes doctrinales en la historia; es uno de los que más fuertemente han atraído el interés de la doctrina y de la jurisprudencia, y, como señala GASPARRI, cuanto más han querido aclararlo lo autores más lo han complicado; las diversas reglas formuladas para resolverlo, desde la clásica de SANTO TOMÁS y las de SÁNCHEZ y SAN ALFONSO hasta la que se acuña en la famosa sentencia c. Canals de 21 de abril de 1970, no han conseguido eliminar ni siguiera disminuir las dificultades que el tema entraña.
Se observan históricamente tres grandes líneas de solución: reconducción del tema del error en cualidad al error en la persona; reconducción al tema de la condición sine qua non, y defensa de la autonomía de la figura del error en cualidad. En estos tres planos doctrinales se mueve sustancialmente la polémica.
para mayor claridad, vamos a disponer la exposición en dos partes: la primera, relativa a la solución del c. 1.083, 2 del Código de 1917; la segunda habrá de considerar el alcance del nuevo c. 1.097, 2.
a) El Código de 1917, en ese c. 1.083, 2, presentaba dos excepciones al principio general de la irrelevancia del error sobre cualidad; el error que redunda en la persona y el error sobre la esclavitud de una de las partes.
Prescindiendo de esta segunda excepción, que ya el Código de 1983 no recoge por tratarse de algo anacrónico y obsoleto, impropio, por tanto, de una norma jurídica, es la primera -el famoso error redundans- lo que brevemente va a ocupar nuestra atención.
Sobre esta figura del error redundas se han dado, a lo largo de la historia, diversas interpretaciones o explicaciones, que vamos a resumir:
- SANTO TOMÁS. Se atribuye a él la primera proposición de la fórmula de error redundans. Sus palabras son éstas: «El error sobre la nobleza en cuanto tal no invalida el matrimonio; lo mismo que en general el error en la cualidad. Pero si el error en la nobleza o en la dignidad redunda en error de la persona, entonces el matrimonio es nulo. Por tanto, si el consentimiento de la mujer se dirige directamente a esta persona, entonces el error en la nobleza no hace nulo el matrimonio. Pero si consiente directamente en el hijo del rey, quienquiera que sea, entonces si le presentan uno que no es el hijo del rey, hay error en la persona y el matrimonio es nulo». (Summa Theologica, Suppl., q. 51, art. 2 ad 5; In IV Sentent., dist. 30, q. 1, art. 2 ad 5).
Como se puede apreciar, para SANTO TOMÁS es nulo el matrimonio cuando la cualidad es buscada por sí misma, de forma que en la intención del contrayente dicha cualidad se antepone a la persona. En SANTO TOMÁS se distingue el error en cualidad (que no dirime el matrimonio) del error en la persona y del error redundante en la persona (estos dos tipos de error dirimen el matrimonio). Ahora bien, entre el error en la persona y el error redundante propiamente no existe diferencia sustancial: el error redundante es en definitiva un error sobre la persona y la redundancia se cifra en que, a través de la cualidad, se yerra en la persona.
- TOMÁS SÁNCHEZ. Para este autor clásico en el tratamiento del matrimonio (cfr. De sancto matrimonii sacramento, Lib. VII, disp. 18, 25-28), sólo habrá error redundante cuando la cualidad se erige en medio de identificación física del contrayente.
SÁNCHEZ lleva al final las premisas tomistas del error sobre cualidad común a varias personas, al calificar al error de redundante solamente cuando la cualidad en cuestión es tomada como medio de identificación física: nihil enim refert sive nomine proprio quis exprimatur sive aliquio signo quo persona determinata notetur.
En la mente de SÁNCHEZ se perfilan ya las condiciones tradicionalmente exigidas para que un error en cualidad sea redundante en la persona: que el error recaiga sobre una cualidad calificadora de la persona; que ésta no sea conocida personalmente por el otro contrayente antes del matrimonio y sí sólo ex fama et auditu, y que no parezca que el contrayente tuvo intención de casarse con esa persona, como quiera que fuese ella.
Tanto la doctrina como la jurisprudencia canónicas han seguido mayoritariamente esta concepción de SÁNCHEZ sobre el error redundante, al menos hasta el Concilio Vaticano II.
- SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. En su obra Theologia Moralis (edic. Romae, 1747, vol. III, Lib. VI, tract. VI, De matrimonio, Cap. III, Dub. 2) condensa en tres reglas los casos posibles en que el error en cualidad redunda en la persona:
La primera es: Si quis actualiter intendit contrahere sub conditione talis qualitatis: tunc enim verificatur quod, deficiente conditione, omnino deficit consensus.
La segunda se formula así: Quando qualitas non est communis aliis sed propria et individualis alicuius determinatae personae, puta si quis crederet contrahere cum primogenita regis Hispaniae.
Y la tercera precisa: Si consensus fertur directe et principaliter in qualitatem et minus principaliter in personam, tunc error in qualitate redundat in substantiam; secus, si consensus principaliter fertur in personam et secundario in qualitatem.
Esta tercera regla de SAN ALFONSO expresa con toda precisión la orientación ya anteriormente existente en varios autores de la qualitas, unicus finis. Realmente, esta tercera regla se sale propiamente del campo estricto del error, para situarse mejor en el de la voluntad del contrayente que, al instituir como objeto de la misma dicha cualidad, está condicionado implícitamente el consentimiento; de tal forma que la nulidad derivaría, no del error, sino de la condición implícita, cosa que ya señalaba PONCE DE LEÓN (De matrimonio, IV, c. 21, núm. 7).
Por esta razón quizá de saltarse la pureza conceptual, dicha orientación tuvo escasa acogida en la jurisprudencia. Varios supuestos de error en cualidad, examinados por la Rota Romana (cfr. SRR.D., vol. 44, págs. 653 y ss.; vol. 47, pág. 758; vol. 48, págs. 50 y ss. y 671-672; vol. 50, págs. 610 y ss.; vol. 52, págs. 306 y ss.: sentencias todas ellas anteriores al Concilio), no han sido tratados como casos de error redundans; normalmente han sido contemplados como condiciones. La tercera regla de SAN ALFONSO era considerada como de posesión no pacífica y sólo ha sido utilizada hipotéticamente para fundamentar un rechazo de error. Un hito fundamental en la utilización de esta tercera regla está constituido por la famosa sentencia c. Heard, de 21 de junio de 1941 (SRR.D., vol. 33, págs. 528 y ss.). En el proceso o causa (Dinajpur) se pide la nulidad por error in qualitatem personae directe et principaliter intentam; se plantea un caso de error, no sobre una cualidad individuante (lo que sería fácilmente reconducible a un error en la persona) sino sobre una cualidad común, como es la virginidad. La parte in iure de la sentencia, después de citar el c. 1.083, expone las tres reglas de SAN ALFONSO. Se plantea la cuestión sobre la línea del error redundante en la persona y reconoce teóricamente la posibilidad de otra vía, distinta de la condición o pacto sobre dicha cualidad in personam verti. Pero en la práctica, al decidir, la c. Heard viene a reconducir el error redundante a un supuesto de condición implícita, ya que, aun en dicho error, se toma en consideración la intención del contrayente para comprobar el origen y la presencia del error. De todos modos, tanto la doctrina como la jurisprudencia posteriores desestimaron el criterio sustentado en la sentencia por considerarlo incompatible con los supuestos tradicionales del error redundante.
- Un concepto más amplio de error redundans. Un paso de notable importancia, en la línea de prestar autonomía plena a la figura del error redundante, lo constituye la no menos famosa sentencia c. Canals, de 21 de abril de 1970.
El caso se plantea sobre un supuesto de matrimonio celebrado con persona ya casada civilmente y que por error es juzgada persona libre; se contrae inválidamente según la sentencia y a tenor de la tercera acepción del error en cualidad y se viene a afirmar la autonomía de la figura que no viene conectada con la condición implícita, sino con la idea misma del error.
Se ofrece en la sentencia un concepto amplísimo de error redundante en la persona con estas palabras: «El tercer concepto o noción de error redundans se da cuando la cualidad moral, jurídica, social, está tan íntimamente unida con la persona física, que si ella falta, también la persona física resulta completamente diversa».
Esta sentencia ha sido muy criticada: se ha considerado por algunos que incluye, no una mera interpretación doctrinal de la ley, sino una mutación o alteración de la misma ley, lo que caería fuera de la competencia de un juez.
También se ha dicho que, si se acepta el sentido del error redundante tal como se encuentra en la c. Canals, «es imposible mantener la seguridad jurídica y la estabilidad del matrimonio, ya que apenas si se celebra matrimonio alguno en el que los contrayentes no yerren sobre cualidades o defectos de la respectiva comparte errores que invalidarían el matrimonio, aun cuando fuesen no dolosos y concomitantes y sobre cualidades de importancia puramente subjetiva, según algunos de los partidarios de dicho concepto» (A. MOSTAZA, op. cit., pág. 254).
No cabe duda que esta nueva concepción del error redundante tiene mucho que ver con la solemne reafirmación que, de la persona humana y de su dignidad e identidad, así como de la personalidad entendida como centro dinámico de atribuciones, se encuentra en el Concilio Vaticano II.
Como señala P. MONETA: (Consenso matrimoniale. Error qualitatis redundans in errorem personae, en II Diritto Eccles., 1970, II, pág. 4) «La sentenza ha fatto leva sul concetto di persona, osservando che l\'odierna antropologia considera l\'uomo non più come un\'entità a sè stante, ma come il risultato di fattori sociali, storici, ambientali».
Cada personalidad es un mundo; cada ser humano es un microcosmos; cada cual es su propia biografía personal; cada persona se expresa por su personalidad: que es el modo de ser de la persona en sentido operativo y dinámico. Es la personalidad algo que se adquiere y a lo que se accede; es elemento caracterizador, definitorio y expresivo de nosotros mismos y de lo que somos en cuanto personas. Y hay en cada personalidad cosas que tienen en ella carácter distintivo. Y la relevancia en cada personalidad de las cualidades o propiedades que la integran habrá de determinarse en cada caso concreto analizando el proceso de formación de cada personalidad, dentro del contexto determinado de cada biografía personal.
Como dice A. ABATE (Il matrimonio nell\'attuale legislazione canonica, Brescia, 1982, pág. 56): «La persona humana, nella sua totalità, insieme all\'aspetto fisico, è costituita dall\'aspetto morale, sociale, culturale. Percìo in essa esistono delle qualità che per natura propria o nella stima del nubente, senza essere richieste con volontà positiva e prevalente sono sostanziali per definire la persona nella sua figura completa [...]. Sono situazioni che incidono notevolmente nella determinazione del profilo integrale della persona, per cui la indetità di questa, qualora mancasse una delle riferite auqlità, risulterebbe del tutto diversa da quella conosciutta dall\'altra parte al momento della celebrazione del matrimonio».
Pues bien, en este contexto de cambio doctrinal y de apertura a nuevas consideraciones acordes con los avances de la ciencia moderna, de interpretación de la enseñanza del Concilio Vaticano II, se inserta la disposición del c. 1.097, 2: «El error acerca de una cualidad de la persona, aunque sea causa del contrato, no dirime el matrimonio, a no ser que se pretenda esta cualidad directa y principalmente».
b) Explicación y alcance del nuevo c. 1.097, 2.
Como se puede observar con la simple lectura del canon en cuestión, se mantiene el principio general de que el error sobre las cualidades de la persona no hace nulo el matrimonio.
Sin embargo, la excepción a tal principio viene formulada de manera diversa. Ya no se habla de error sobre cualidad que redunda en la persona (c. 1.083, 2 del Codex); ahora se hace referencia a una cualidad que intendatur directe et principaliter («se pretenda directa y principalmente»).
La comisión de revisión del Código de Derecho Canónico en el primer esquema de matrimonio mantenía inalterada la fórmula antigua: nisis redundet in errorem personae. Pronto se apreció la inconveniencia de mantener una fórmula que, a parte de no resolver el problema, mantenía la cuestión abierta a la polémica y a la duda.
Se hizo notar lo inadecuado de tal redacción y se ofreció una vía distinta: Ut non attendatur dolus tanquam criterium ad discernendum influxum in validitatem erroris, sed simpliciter natura qualitatis circa quam versatur error, dummodo, addunt alii, haec qualitas det causam contractui. Si qualitas scilicet talis est quae natura sua est graviter perturbativa consortii vitae coniugalis, matrimonium erit nullum tam si error inductus est dolo quam si error sine dolo ortus est. De todos modos, algún miembro de la Comisión llegó a indicar que sólo cabía el supuesto en caso de dolo (cfr. Communicationes, 1977, 371-372).
La cuestión fue dirimida posteriormente adoptándose la fórmula ya indicada, de la que se dice en la Relatio de 1981 que correspondet doctrinaer S. Alphonsi (Theologia Moralis, Lib. VI, tract. VI, Cap. III, Dub. II, núm. 1.016) et iurisprudentiae S. R. Rotae.
Aludida la cualidad ocultada dolosamente en el c. 1.098 y perviviendo la relevancia de la condición de presente o de pasado en el c. 1.102, 2, en este canon la relevancia jurídica del error sobre una cualidad queda limitada tan sólo a la cualidad que sea pretendida directa y principalmente por el contrayente al celebrarse el matrimonio.
Con esta nueva redacción ¿se ha conseguido ya la autonomía jurídica de esta clase de error? Creemos que no, pero los contornos de la figura quedan mucho más precisados.
No se logra la autonomía de la figura porque el tenor mismo de las palabras: directe et principaliter intenta mantiene un indudable sentido y sabor condicional, al menos por vía implícita: la referencia de este canon al 1.102, 2 es patente y el error se involucra con la condición.
De todos modos, los contornos de la figura quedan mucho mejor precisados porque la misma viene orientada hacia una, concretamente, de las acepciones sobre las que anteriormente se polemizaba.
Una cuestión importante en este tema se sitúa en determinar la entidad de la cualidad directa y principalmente intentada. ¿Cualquier cualidad sirve, por pequeña que sea, con tal que se la intente de ese modo? ¿Hace falta una cualidad que, por analogía con el canon del dolo, sea apta suapte natura ad consortium vitae coniugalis graviter perturbandum?
Teóricamente, dado el contenido condicional que la fórmula adoptada contiene, debería valer cualquier cualidad que fuera intentada directa y principalmente: el consentimiento vendría sometido a un condicionamiento serio en relación con esa cualidad independientemente de la entidad de la misma.
Este planteamiento y esta interpretación, así presentados, no parecen correctos: en la práctica, el intentar directa y principalmente una cualidad nimia en el contrayente equivaldría a una actitud irracional ante el matrimonio y en el fondo tendría aspecto de simulación total de consentimiento.
Nos parece que la lógica más elemental exige que se trate de una verdadera cualidad, que sea característica peculiar de la persona, bien en un sentido objetivo o subjetivo. Y a ello nos movemos por las reglas de interpretación del c. 17: el significado de las palabras en el texto y contexto y el recurso a los lugares paralelos. La expresión de la Comisión de reforma en la preparación de este canon es elocuente: Si qualitas scilicet talis est quae natura sua est graviter perturbativa consortii coniugalis matrimonium erit nullum tam si error inductos est dolo quam si error sine dolo ortus est. La intención de equiparación de los dos casos parece manifiesta: se ha de tratar de una cualidad intentada sí directa y principalmente por el contrayente, pero que en sí misma o en una apreciación seria y racional del mismo tenga entidad como para perturbar gravemente el consorcio de la vida conyugal. El no admitirlo así seguramente causaría problemas a la estabilidad del matrimonio y ello por fuerza debe considerarse ajeno a la mens legislatoris.
4. El error doloso.
Relevancia jurídica del dolo en el Derecho matrimonial canónico.
La Iglesia, hasta la fecha, nunca había admitido la relevancia jurídica del dolo o del error doloso en el matrimonio.
Se han dado explicaciones de esta actitud, que puede considerarse sorprendente dado el empeño con que la Iglesia ha defendido siempre la verdad y la libertad, sobre todo en el matrimonio. He aquí algunas de estas explicaciones.
Se ha dado una razón o mejor consideración de base ética: el empleo del dolo para o hacia el matrimonio, lo mismo que hacia el sacerdocio o la profesión religiosa, debe presumirse un dolo con buena intención; un dolus bonus. En este caso, el favor de las cosas espirituales hacia las que conduce el dolo sería su justificación.
Se ha dado también una razón de tipo psicológico: es natural que, ante el matrimonio, se exalten las propias cualidades buenas y se oculten los defectos. El esfuerzo por conseguir ambas cosas forma parte de esa especie de esgrima con que se plantean con tanta frecuencia las relaciones prematrimoniales. No hay que darle mayor importancia: es algo natural y sin mala intención.
En el Derecho Romano encontramos algo parecido cuando se dice que in pretio emptionis et venditionis naturaliter licet contrahentibus se circunvenire (D.4.4.14). Cuando se trata del matrimonio, aun más que cuando se trata de la compraventa, es todavía más natural que los futuros contrayentes se esfuercen por presentarse el uno al otro de un modo seducente, exaltando lo que puede atraer y disimulando lo que puede desagradar.
Y pudo haber también una razón de tipo práctico. La apunta GASPARRI (Tractatus canonicus de matrimonium, edic. 1.904, vol. II, pág. 895): Ecclesia expresse declaravit matrimonium in casu doli valere [...] ne innumera coniugia evaderent dubia et lilibus exposita.
Estas razones, de todos modos, no pueden considerarse apodícticas, ya que contienen muchos fallos como a simple vista se observa.
Pues bien, la vulnerabilidad de las razones a favor de la irrelevancia del dolo en el matrimonio por una parte y sobre todo la conciencia creciente de que la dignidad de la persona humana, en materia tan exigitiva como el consorcio conyugal, mostrándose incompatible con la persistencia de situaciones a todas luces injustas derivadas del engaño, de la maquinación, de la mala intención, fueron alertando a la doctrina, que más y más reclamaba una consideración positiva de los casos dolosos.
Ya antes del Concilio se levantaron voces muy autorizadas en este sentido. Destaca principalmente la del profesor H. FLATTEN, de Tubinga, en libros y artículos de revista: Irrtum und Täuschung bei der Eheschliessung nach kanonischen Recht (Padernborn, 1957); Der error qualitas dolose causatus als Ergäunzung zu 1.083, 2, C.I.C., en Oesterreichisches Archiv für Kincherecht, 1960, págs. 249-264.
En un Congreso de Oficiales de Tribunales Eclesiásticos habido en Bonn en abril de 1960 se propugnó una urgente intervención del legislador para conceder relevancia al dolo en casos como éstos: error producido con dolo sobre la condición católica del contrayente; culpabilidad de un delito muy grave; error sobre la condición social; error sobre enfermedad grave; error sobre la esterilidad de la otra parte; error sobre un embarazo ab alio; error sobre paternidad anterior al matrimonio, etc.
Al Concilio Vaticano II legaron demandas concretas de diversos episcopados pidiendo que se añadiese al canon 1.083 del Código entonces vigente en número 3.º con esta fórmula propuesta por el profesor FLATTEN: «Si alguien contrae matrimonio grave y dolosamente engañado acerca de una cualidad de gran importancia de la otra parte, conocida la cual no lo hubiese celebrado, contrae inválidamente».
Por fin, en el nuevo Código de 1983 se inserta el canon 1.098 con esta redacción definitiva, que por primera vez en la historia del derecho de la Iglesia, concede o mejor reconoce relevancia jurídica al dolo en el matrimonio: «Quien celebra matrimonio engañado por dolo, provocado para obtener el consentimiento acerca de alguna cualidad del otro contrayente que por su propia naturaleza puede perturbar gravemente el consorcio de la vida conyugal, contrae inválidamente».
Explicación del c. 1.083:
El canon, tal como se presenta, muestra tres partes claramente diferenciadas de un solo conjunto normativo: 1) quien celebra matrimonio engañado por dolo provocado para obtener el consentimiento; 2) sobre una cualidad de la otra parte; 3) que por su propia naturaleza puede perturbar gravemente el consorcio de la vida conyugal. Esas tres partes no tienen sentido aisladamente, sino que se complementan. A las mismas les sigue el veredicto final, al que se ordenan: la relevancia del dolo en relación con ese matrimonio celebrado en tales condiciones.
Brevemente analizamos esas tres partes del canon:
1. Quien celebra el matrimonio engañado por dolo provocado para obtener el consentimiento.
Se indican en esta primera parte algunas de las características fundamentales de la figura general del dolo. El dolo -elemento central del canon- muestra dos finalidades naturales: el engaño y el engaño proyectándose sobre el matrimonio. Quien causa el dolo busca engañar como medio para obtener un consentimiento matrimonial que de otra forma no iba a conseguir. Esta precisa intención de engaño referido al matrimonio debe considerarse fundamental en la persona que engaña: cualesquiera otras intenciones poco o nada significan en cuanto a bases de la relevancia del dolo.
En esta parte del canon se descubre claramente la ratio legis, el porqué de la relevancia del dolo en el matrimonio: quien actúa dolosamente forzando a poner un acto que si el engaño no se pondría, está cometiendo una acción injusta a través de la maquinación que se emplea. La superación de tal injusticia (al modo como ocurre en las situaciones de miedo en que la base de la injusticia se encuentra y es sancionado ello por el ordenamiento) tendría una de las explicaciones de la relevancia del dolo.
Pero no sólo es injusticia lo que contiene el dolo: hay además un atentado claro contra la libertad del contrayente, que puede llegar a ser una ausencia de libertad a causa de la intelección plenamente distorsionada de la realidad en los supuestos en que, de no haber sido por el engaño, nunca se habría celebrado de hecho el matrimonio nos hallaríamos ante un cuadro de falta de consentimiento por imperativos naturales.
En consecuencia, se puede afirmar que no es propiamente la intención del causante del dolo lo que en definitiva determina su relevancia, sino el influjo total que este dolo ejerce sobre la mente y sobre la decisión de la persona que lo sufre.
2. Sobre una cualidad de la otra parte. No ofrece especial dificultad este inciso: ha de tratarse de una cualidad de la persona que se oculta a la observación del contrayente, y una cualidad precisamente de la persona con la que se ha de celebrar el matrimonio. En este sentido, se puede afirmar que la ocultación de una cualidad que no sea del mismo contrayente, aunque sea de una persona muy allegada al mismo e incluso que pueda perturbar gravemente el consorcio conyugal, no afecta para nada a la validez del matrimonio. Algún autor pone el ejemplo de una cualidad de la madre de uno de los esposos, que habría de vivir con ellos, y cuya ausencia (o presencia, si fuera defecto) podría provocar graves problemas de convivencia: el engaño sobre tal cualidad a nuestro juicio nada significaría (cfr. J. F. CASTAÑO: L\'influsso del dolo nel consenso matrimoniale, en Apollinaris, 3-4, 1984, pág. 581).
Aunque las palabras del canon (alterius partis) son claras y no dejan lugar a duda, el autor que acabamos de citar llega a concluir que lo que verdaderamente importa es que la cualidad pueda perturbar gravemente el consorcio de la vida conyugal, prescindiendo de la consideración de si tal cualidad pertenece a la comparte o a una persona distinta. Con todos los respetos, nos parece que con ello se estira indebidamente el significado de las palabras: el matrimonio es una relación dual y son las personas de los cónyuges el objeto estricto del matrimonio. Una cualidad de otro, aunque se trate de una persona muy ligada al mismo, siempre será algo que queda fuera del cuadro conyugal y de lo que pueden, por tanto, prescindir los esposos.
3. Que por su propia naturaleza puede perturbar gravemente el consorcio de la vida conyugal.
Se precisa en esta parte del canon la condición de la cualidad objeto del engaño y del dolo. Se hacen dos afirmaciones: debe tratarse de una cualidad que pueda perturbar gravemente el consorcio de la vida conyugal, y ello debe derivar de la misma naturaleza de la cualidad (suapte natura).
En torno a estas cláusulas se halla ya en curso una polémica sobre el alcance de esa capacidad de perturbar el consorcio de la vida. ¿Debe ser una cualidad objetivamente capaz de perturbar ese consorcio conyugal? Así parece indicarlo la expresión suapte natura. Sin embargo, no parece que deba ser así, sobre todo teniendo en cuenta la incidencia que en la frase muestra el verbo potest, que marca cauces de subjetivismo a la determinación de esa capacidad de perturbación grave del consorcio de vida de los cónyuges. A esta interpretación ayuda la frase explicativa de un consultor de la Comisión para la revisión del Código: Locutio quae adhibita est in canone 300 (del esquema) non talis est ut excludat omnino qualitates minoris momenti quae tamen subiective considerentur maximi momenti. Creemos que en la interpretación del peso de la cualidad sobre el consorcio conyugal deberán ser tenidas en cuenta las condiciones de la persona: una cualidad que para un sujeto no sería suficiente para perturbar el consorcio conyugal puede serlo para otro.
Por otro lado, el sentido del verbo potest lleva a pensar que es la posibilidad de la perturbación grave, lo que debe considerarse y no la existencia efectiva de la perturbación. Como señala CASTAÑO, la qualità che viene richiesta è quella che pùo perturbare, quantunque non perturbe ancora nel momeno di consentire (op. cit., pág. 583). Parece efectivamente que la expresión codicial -muy abierta- induce a pensar que, aunque en el momento de la celebración del matrimonio esa cualidad sobre la que recae el dolo no perturbe gravemente el consorcio conyugal, la posibilidad en ese momento (una posibilidad sería naturalmente) sería suficiente para que el matrimonio pudiera ser declarado inválido. La fórmula es amplia, como decimos, y genérica: la entidad concreta de la cualidad deberá determinarse en los casos que se produzcan, teniendo en cuenta las condiciones y las circunstancias de los mismos.
5. Error de derecho acerca del matrimonio.
En los cc. 1.099 y 1.100 se contemplan dos supuestos de error: el error acerca de las propiedades esenciales del matrimonio (la unidad, la indisolubilidad y la sacramentalidad), y error acerca de la validez o nulidad del matrimonio.
a) El error sobre las propiedades esenciales del matrimonio. El c. 1.099 dice textualmente: «El error acerca de la unidad, de la indisolubilidad o de la dignidad sacramental del matrimonio, con tal que no determine la voluntad, no vicia el consentimiento matrimonial».
El supuesto contemplado en este canon viene a ser el siguiente: siendo el consentimiento un acto de la voluntad (c. 1.057, 2) en definitiva y no acto puro de la inteligencia, aunque el acto de la voluntad requiera el concurso de componentes intelectivos, cabe la posibilidad de coexistencia en una misma persona y en un mismo momento de un error acerca de estas propiedades esenciales del matrimonio y una voluntad de contraer matrimonio tal como lo celebran los demás. En el caso en que dicha posibilidad se realice, el matrimonio contraído en esas condiciones es válido.
El ordenamiento hace, de todos modos, esta salvedad: con tal que -ese error- no determine la voluntad.
No se puede ignorar la estrecha interconexión que se dan entre la inteligencia y la voluntad y cómo ambas potencias espirituales concurren de consuno a la realización del acto humano.
La dinámica de la idea sobre la voluntad -claro está- no siempre es la misma ni se proyecta sobre ella con la misma fuerza.
Las ideas influyen sobre la conducta humana: la cosa es patente. ORTEGA Y GASSET, en su preciosa obra titulada Ideas y creencias (Madrid, 1976), señala que, hablando de ideas del hombre, podemos referirnos a «cosas muy diferentes: los pensamientos que se le ocurren acerca de esto o de lo otro y los que se le ocurren al prójimo y él repite y adopta: se trata de ocurrencias que en un hombre surgen, originales suyas o insufladas por el prójimo». Al lado de estas «ocurrencias», el hombre tiene otras ideas más básicas, que se llaman creencias: se trata de «ideas que no surgen en tal día y hora dentro de nosotros, no arribamos a ellas por un acto particular de pensar, no son en suma pensamientos que tenemos, no son ocurrencias [...], estas ideas son, de verdad creencias: constituyen el continente de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de ésta. Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos». Hay ideas que simplemente nos limitamos a poseer; que están meramente en nosotros sin que el sujeto adopte sobre ellas una actitud vivencial. Pero hay también otras ideas que somos; que forman parte de nuestro torrente vital; que no se limitan a habitar en nosotros como unos puros inquilinos, sino que son parte constitutiva de nuestro ser, lo definen, lo determinan. Son ideas-fuerza que penetran con hondura en nuestra personalidad y contribuyen a moderarla y darle un sentido.
Son estas ideas, arraigadas profundamente en nosotros, vivenciadas por nosotros, las que se puede afirmar que determinan la voluntad. En tal caso estaríamos ante una actitud positivamente contraria a dichas propiedades, en sentido explícito o implícito, y el matrimonio sería nulo porque valores institucionales del matrimonio -la unidad, la indisolubilidad y la dignidad sacramental- claudicarían en aras de la voluntad individual del contrayente, lo cual no es posible, si ha de haber un verdadero matrimonio.
Mientras el error no determine la voluntad a emitir el consentimiento matrimonial de acuerdo con dicho error, será jurídicamente irrelevante.
En la práctica siempre nos encontraremos ante una verdadera quaestio facti, en que será necesario indagar en cada caso -teniendo en cuanta la biografía personal del contrayente y sus circunstancias- los alcances y la profundidad de tales ideas erróneas.
b) El error acerca de la validez o nulidad del matrimonio.
El canon 1.100 dice: «La certeza o la opinión acerca de la nulidad del matrimonio no excluye necesariamente el consentimiento matrimonial».
Nos sitúa este canon, no ante estados de duda o de error, sino de certeza u opinión. El contrayente tiene la certeza o por lo menos piensa (la opinión es el asentimiento con un miedo prudente de equivocarse) de que el matrimonio que va a contraer es nulo. De suyo y si hubiera siempre una plena correspondencia entre el entendimiento y la voluntad parecería imposible que esa persona, persuadida de la nulidad del matrimonio que va a contraer, prestase un consentimiento matrimonial válido. Pero la vida no es teoría y en la práctica cabe admitir que la voluntad se desligue de la razón y actúe al margen o en contra de la misma. Por eso se dice con verdad que tal certeza u opinión y, en cuanto de él dependa, quiera aceptar y entregar los derechos y deberes conyugales: en tal caso se daría un consentimiento verdadero: que sería ineficaz en caso de que realmente existiera el óbice (impedimento dirimente o defecto de forma sustancial); pero que produciría el matrimonio con plena validez y eficacia en el caso de que no hubiera tal impedimento.
Esta cuestión adquiere una importancia práctica en casos de sanación in radice del matrimonio: sanación de matrimonios, o mejor, consentimientos jurídicamente ineficaces -sabiéndolo o no sabiéndolo los contrayentes-, pero sobre la base de un consentimiento naturalmente válido.
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