Derecho Urbanístico
1. Condiciones básicas estatales.
A) Condiciones básicas estatales. Doctrina constitucional.
1. La integración del estatuto jurídico de la propiedad urbana es el fruto de la concurrencia de normas dictadas en ejercicio de competencias que afectan a ésta desde una u otra perspectiva.
En primer lugar, como inmediatamente veremos, el Estado, al amparo del art. 149.1.1.ª C.E., ha de fijar las condiciones básicas para que el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de los deberes ligados al proceso urbanizador y edificatorio se produzcan con unos criterios igualatorios mínimos.
Con respeto a tales condiciones básicas, corresponde a la legislación autonómica la pormenorización de las reglas relativas al ejercicio de tales derechos y al cumplimiento de tales deberes insertándolas en la normativa correspondiente al planeamiento, la gestión y la disciplina urbanísticas, que son materias ínsitas a la competencia urbanística.
Finalmente, como ya habíamos anticipado, la definición de los concretos derechos y deberes que recaen sobre un determinado propietario de cierta parcela en un Municipio cualquiera de España sólo será posible con la colaboración para ello del respectivo planeamiento urbanístico, el cual partirá de la clasificación del suelo, con la cual, en principio, cada propietario queda situado ya en el campo de actuación de uno de los tres grandes regímenes jurídicos, el del suelo no urbanizable, el del urbanizable y el del urbano, para, en una segunda fase, reglamentar mediante lo que técnicamente se suele conocer como calificación los específicos usos y condiciones constructivas de toda índole que corresponden, por su situación, a aquella parcela.
2. Comencemos, pues, con el papel que debe cumplir el Estado al fijar las condiciones básicas mencionadas.
Por mor de la doctrina constitucional aludida (S.T.C. 61/1997, de 20 de marzo), el Estado debe limitarse al establecimiento de las condiciones básicas del derecho de propiedad del suelo, dejando un amplísimo margen de maniobra para que sean las Comunidades Autónomas las que, cada una en ejercicio de su particular opción, diseñen finalmente de modo acabado el modelo de estrategia territorial y desarrollo urbanístico que consideren más adecuado.
Es, por lo tanto, propiamente con la Ley autonómica correspondiente con la que deben colaborar de modo directo los Planes urbanísticos, integrando sus determinaciones. La Ley estatal, por la propia funcionalidad que el Tribunal Constitucional le ha reservado en la determinación del ordenamiento urbanístico -«principios o reglas generales» (FJ 10)-, es idónea por sí sola para recabar y obtener de modo operativo la colaboración reglamentaria de los Planes (siendo equiparable su función a la de las Leyes de bases, inoperativas totalmente en ausencia del eslabón complementario indispensable, los textos articulados respectivos, y, desde luego, para recabar y obtener la colaboración del reglamento).
Parece obligado, en este punto, cuando ya se tiene un mayor conocimiento sobre el contexto jurídico-material a que alude, hacer referencia, aunque sea sintética, al recorrido argumental a través del cual se llega por el Tribunal Constitucional al resultado antes descrito.
Todo gira en torno al contraste entre los títulos constitucionales esgrimidos por el Estado («fijación de las condiciones básicas del ejercicio del derecho de propiedad del suelo») y por las Comunidades Autónomas («definición del propio modelo urbanístico») para justificar su respectiva intervención en la regulación del proceso urbanizador y edificatorio.
a) Delimitación positiva y negativa de la competencia estatal ex art. 149.1.1.ª C.E.
1. La S.T.C. 61/1997, de 20 de marzo, empieza por delimitar negativamente el alcance del título competencial residenciado en el art. 149.1.1.ª C.E.:
«Este título estatal no representa, pues, una suerte de prohibición para el legislador autonómico de un trato divergente y desproporcionado respecto de la legislación estatal» (FJ 7.a).
Inmediatamente después, se precisa que «condiciones básicas» no es una expresión sinónima de «legislación básica», «bases» o «normas básicas», utilizadas en otros pasajes de la Constitución.
En la misma línea de acotar negativamente, el sentido de las condiciones básicas, la Sentencia constitucional añade que «no equivalen ni se identifican tampoco con el contenido esencial de los derechos».
2. ¿Qué significado positivo tiene, pues, el título competencial controvertido?
En principio, su materia son «los derechos constitucionales en sentido estricto, así como los deberes básicos», pero con una importante precisión:
«Las condiciones básicas [...] se predican de los derechos y deberes constitucionales en sí mismos considerados, no de los sectores materiales en los que éstos se insertan» (FJ 7.b).
En cuanto a su alcance, su campo de despliegue es, precisamente, el normativo, y, por ello, a su amparo el Estado puede establecer una regulación «aunque limitada a las condiciones básicas que garanticen la igualdad, que no el diseño completo y acabado de su régimen jurídico» (FJ 7.b).
3. ¿Cuál es, en fin, el contenido concreto de tales «condiciones básicas»?
La doctrina constitucional, apoyada en parte en pronunciamientos anteriores, señala que las «condiciones básicas» «hacen referencia al contenido primario del derecho, a las posiciones jurídicas fundamentales (facultades elementales, límites esenciales, deberes fundamentales, prestaciones básicas, ciertas premisas o presupuestos previos ...)» pero sólo «las imprescindibles o necesarias para garantizar esa igualdad, que no puede consistir en una igualdad formal absoluta» (FJ 8).
Aunque, dentro de tales condiciones, se pueden entender incluidos así mismo «aquellos criterios que guardan una relación necesaria e inmediata con aquéllas, tales como el objeto o ámbito material sobre el que recaen las facultades que integran el derecho [...]; los deberes, requisitos mínimos o condiciones básicas en que ha de ejercerse un derecho [...]; los requisitos indispensables o el marco organizativo que posibilitan el ejercicio mismo del derecho».
4. Descendiendo a los distintos sectores o bloques normativos ínsitos en toda regulación urbanística global, la Sentencia constitucional vuelve a subrayar la idea de que el título constitucional del Estado para incidir en la misma debe utilizarse con la máxima consideración hacia una competencia, la urbanística, que las Comunidades Autónomas, todas, han asumido en exclusiva (dato éste también reiteradamente destacado).
Por ello, se afirma, en uno de los párrafos cruciales que condensan la doctrina que viene a sentar esta Sentencia:
«El indicado título competencial sólo tiene por objeto garantizar la igualdad en las condiciones del ejercicio del derecho de propiedad urbana y en el cumplimiento de los deberes inherentes a la función social, pero no, en cambio, la ordenación de la ciudad, el urbanismo entendido en sentido objetivo. A través de esas condiciones básicas, por tanto, no se puede configurar el modelo de urbanismo que la Comunidad Autónoma y la Administración local, en el ejercicio de sus respectivas competencias, pretendan diseñar, ni definir o predeterminar las técnicas o instrumentos urbanísticos al servicio de esas estrategias territoriales, aunque, como se verá, puedan condicionar indirectamente ambos extremos» (FJ 9.b).
5. La consecuencia, para la metodología que va a seguir el Tribunal en el enjuiciamiento del T.R.L.S.-1992, no puede ser, a partir de aquí, sino la de «distinguir aquellas normas urbanísticas que guardan una directa e inmediata relación con el derecho de propiedad (ámbito al que se circunscribe el art. 149.1.1.ª C.E.) y del que se predican las condiciones básicas, de aquellas otras que tienen por objeto o se refieren a la ordenación de la ciudad, esto es, las normas que, en sentido amplio, regulan la actividad de urbanización y edificación de los terrenos para la creación de ciudad» (FJ 9.b) in fine).
Partiendo, pues, de esa distinción, el supremo intérprete de la Constitución no tiene ningún inconveniente en reconocer al Estado competencia para «regular los deberes básicos que sean inherentes a cada manifestación del dominio», como expresión de la función social que forma parte hoy de éste, o para definir elementos tales como «la adquisición del contenido urbanístico susceptible de apropiación privada, su valoración o los presupuestos previos -o delimitación negativa- para que pueda nacer el derecho de propiedad urbana».
Pese a tal manifestación, lo cierto es que, a la vista del desarrollo argumental posterior, su virtualidad en ese terreno es reducida en efectos concretos.
Y, a mayor abundamiento, a renglón seguido, vuelve a insistirse en que las Comunidades Autónomas también «podrán dictar normas atinentes al derecho de propiedad urbana» (sin perjuicio de su deber de respetar aquella concepción básica estatal).
b) Delimitación del título competencial «urbanismo».
1. Frente a lo anterior, el título competencial esgrimido por las Comunidades Autónomas, el «urbanismo» (art. 148.1.3.ª C.E.), reviste, sí, una fuerza expansiva capaz de sobrepujar al título estatal en liza, pero no logra ser definido de una forma clara a tales efectos por el FJ 6 de la Sentencia citada:
«Sin propósito definitorio, el contenido del urbanismo se traduce en concretas potestades (en cuanto atribuidas a o controladas por Entes públicos), tales como las referidas al planeamiento, la gestión o ejecución de instrumentos planificadores y la intervención administrativa en las facultades dominicales sobre el uso del suelo y edificación, a cuyo servicio se arbitran técnicas jurídicas concretas; a lo que ha de añadirse la determinación en lo pertinente del régimen jurídico del suelo en tanto que soporte de la actividad transformadora que implica la urbanización y edificación».
2. De hecho, más que ese pasaje mismo y que su contexto próximo, será el desarrollo posterior de la Sentencia el que nos facilite, dispersos y esporádicos, los heterogéneos ingredientes ínsitos en la competencia urbanística a juicio del Tribunal, siempre para alzarlos como barrera infranqueable frente al legislador estatal.
Éste, por cierto, es uno de los motivos por los que la tan mentada Sentencia ha sido objeto de acerbas críticas, prácticamente unánimes, desde la doctrina científica.
B) Su plasmación en la Le.Re.Su.V.
La Le.Re.Su.V. procura ser respetuosa con este planteamiento.
Ya su Exposición de Motivos inicial denotaba el esfuerzo por ajustarse al estrecho margen de maniobra que esa doctrina constitucional le dejaba.
Y, lógicamente, tras la tramitación parlamentaria, se ve impelida a serlo todavía con más rigor, pues la mayoría parlamentaria para su aprobación estaba integrada por los Grupos nacionalistas catalán, vasco y canario (además del Grupo Popular), y, obviamente, su sensibilidad al riesgo de vulneración de competencias autonómicas les movía a limar cualquier aspecto dudoso en el proyecto originario, como, por otro lado, se comprueba en extenso más adelante a propósito de la evolución que han tenido diversos preceptos clave.
En definitiva, la Le.Re.Su.V. sólo atañe al estatuto jurídico de la propiedad del suelo, en su dimensión de derechos y deberes del propietario en los diversos planos de la actividad urbanizadora y edificatoria, estatuto complementado con otras dos vertientes del mismo, la de las valoraciones del suelo (congruente con la filosofía de que en el derecho de propiedad hay unas facultades connaturales, que, por tanto, deben tener traducción en ese campo) y la de los supuestos en que procede una indemnización por la restricción de aprovechamientos ya adquiridos.
2. Legislación autonómica.
1. En el marco así perfilado, las Comunidades Autónomas pueden siempre, por tanto, «aprobar normas atinentes al régimen jurídico de ese derecho»; más aún, será el legislador autonómico «el que, respetando tales condiciones básicas, establezca su régimen jurídico» (FJ 7.a).
En todo caso, les corresponde establecer aquellas normas urbanísticas «que tienen por objeto o se refieren a la ordenación de la ciudad, esto es, las normas que, en sentido amplio, regulan la actividad de urbanización y edificación de los terrenos para la creación de ciudad» (FJ 9.b), in fine), sin perjuicio de que tales normas, en definitiva, son «atinentes al derecho de propiedad urbana».
En realidad, aun afectando a ese derecho, incumbe a las Comunidades Autónomas y a su legislación «la determinación en lo pertinente del régimen jurídico del suelo en tanto que soporte de la actividad transformadora que implica la urbanización y edificación» (FJ 6).
2. Naturalmente, más allá de ese núcleo en cuya definición de esta manera acaban participando, la competencia de las Comunidades Autónomas en esta materia se traduce, además, amplísimamente (sin apenas condicionamiento superior alguno), en concretas potestades -planeamiento, gestión, intervención en las facultades dominicales- a cuyo servicio se arbitran técnicas jurídicas concretas (FJ 6).
Esta síntesis de la doctrina constitucional expuesta ha de ser tenida muy en cuenta, pues, al valorar la legislación urbanística dictada al amparo de la competencia autonómica señalada y sus eventuales contradicciones con la legislación estatal fijadora de las condiciones básicas de la propiedad del suelo.
3. El resultado concreto de la distribución competencial: derecho estatal y autonómico vigentes.
1. Por los avatares a los que ya se ha ido haciendo puntualmente referencia, el resultado práctico de la distribución de competencias en la regulación de la materia, fijada por la doctrina constitucional, es la concurrencia de una diversidad de fuentes tanto del Derecho estatal cuanto del Derecho autonómico, que desplegarán -uno y otro- una virtualidad también de distinta intensidad según el grado de actividad legislativa de cada Comunidad Autónoma.
Con pocas palabras: Donde se haya ejercitado en plenitud la respectiva competencia legislativa autonómica -en un momento u otro y, consiguientemente, con un sistema estatal o con otro- y se haya establecido ya un ordenamiento urbanístico propio con vocación de regular integralmente la materia -Cataluña (1990), Navarra (1994), Galicia (1997), Cantabria (1997), Andalucía (1997), Extremadura (1997), Castilla-La Mancha (1998), La Rioja (1998), Aragón (1999), Castilla y León (1999) y Canarias (1999)-, el Derecho estatal sólo será aplicable en lo que concierne a sus preceptos básicos, es decir, aquéllos para los cuales el Tribunal Constitucional ha reconocido al Estado títulos competenciales suficientes a ese efecto.
En las restantes Comunidades, el Derecho estatal más allá de ese configurado como básico será tanto más aplicable supletoriamente cuanto más inactiva haya permanecido la respectiva Comunidad. Así, lo será en gran medida en Baleares, Murcia, País Vasco y Asturias -donde sólo se han dictado regulaciones parciales normalmente en materia de suelo no urbanizable o rústico, disciplina urbanística o algún otro sector aislado- (lo será plenamente en Ceuta y en Melilla, al carecer ambas Ciudades Autónomas de potestad legislativa en la materia) y lo será en menor medida en la Comunidad Valenciana y en Madrid -donde se han dictado extensas regulaciones que, aun parciales, afectan ampliamente, entre otros, a sectores como el régimen de la propiedad, el suelo no urbanizable, la gestión urbanística y el planeamiento-.
2. Sistematizándolo por bloques normativos, el esquema resultante sería el siguiente, en sus grandes líneas, sin perjuicio de las matizaciones que se efectuarán al abordar temas concretos.
- El régimen urbanístico de la propiedad del suelo queda, en primer lugar, confiado, en lo que son sus condiciones básicas, a la legislación estatal cristalizada en la Le.Re.Su.V., pero también a preceptos puntuales del T.R.L.S.-1992 declarados vigentes por aquélla, y, en su desarrollo pormenorizado, a la legislación autonómica.
- El régimen de valoraciones del suelo y los supuestos indemnizatorios básicos por actuaciones urbanísticas -sin perjuicio de supuestos adicionales en la legislación autonómica-, en la medida en que son facetas muy próximas al contenido básico del derecho de propiedad, corresponden a la Le.Re.Su.V.
- El régimen del planeamiento, en lo que atañe al contenido sustantivo y documental de los Planes, corresponde primariamente a la legislación autonómica, sin perjuicio de que, en defecto de regulación completa al respecto o de desarrollo reglamentario propios, y en la medida en que sean compatibles con aquella legislación, puedan resultar de aplicación supletoria, respectivamente, el T.R.L.S.-1976 o el RP. En lo que afecta al procedimiento de elaboración y aprobación de los Planes, también el orden de fuentes es el precedente pero hay que tener en cuenta algunos preceptos vigentes del T.R.L.S.-1992 y de la propia Le.Re.Su.V. -básicos-.
- El régimen de la gestión urbanística, en lo que se refiere a la regulación básica de las técnicas tradicionales, especialmente de los sistemas de actuación por compensación y cooperación -y mucho más de las recién incorporadas a nuestro Derecho Urbanístico-, corresponde regularlo primariamente a la legislación autonómica, sin perjuicio de que, para complementar eventualmente de modo transitorio su regulación pueda ser de aplicación supletoria el contenido en el T.R.L.S.-1976 y en el R.G. En cuanto al sistema de expropiación -al margen de las referencias básicas al instituto expropiatorio en la Le.Re.Su.V. y en la Ley de expropiación forzosa-, en principio el orden de fuentes sería el mismo pero hay que tener en cuenta en todo caso algunos preceptos vigentes del T.R.L.S.-1992 -básicos-.
- El régimen de la intervención en el ejercicio de las facultades dominicales de uso del suelo, tanto con carácter previo como posterior, para lograr su acomodación al orden urbanístico, corresponde regularlo primariamente a la legislación autonómica y sólo en defecto de ésta habrá de acudirse supletoriamente al Derecho estatal, concretamente al R.D.
- El régimen jurídico -comprensivo éste de la regulación de los actos, acciones y recursos y de la actividad del Registro de la Propiedad ligada a actos urbanísticos- se contiene en gran medida en el T.R.L.S.-1992 y en el Real Decreto 1.093/1997, de 4 de julio (éste para la actividad registral). [E.S.G.]
derechos de promoción y formación profesional en el trabajo. (D. L.)
1. El derecho a la promoción y formación profesional en el trabajo tiene fundamento constitucional en el artículo 27 C.E. y reconocimiento y desarrollo legal en los artículos 4.2.b y 23 E.T. Esta última norma establece unos derechos concretos al objeto de poner al alcance del trabajador dos tipos de formación profesional: la reglada, que es la académica o de ciclo largo, y la continua, dirigida a mejorar las habilidades profesionales de los trabajadores en activo, sin que deba estar en relación directa con el puesto de trabajo. El Convenio núm. 140 O.I.T. sobre licencia pagada de estudios, que tiene valor «programático» (SALA), puede servir de guía para la interpretación del artículo 23 E.T.
Estos derechos son, de un lado, la posibilidad de disfrutar de los permisos necesarios para acudir a exámenes así como una preferencia a elegir turno de trabajo, si tal es el régimen horario aplicable, y de otro lado, la posibilidad de solicitar al empresario la adaptación de la jornada ordinaria, esto es, el paso a un horario flexible (OLEA), o, de no ser posible, la concesión de un permiso con reserva del puesto de trabajo. Los dos primeros derechos se prevén en el apartado 1.a del artículo 23 E.T. para trabajadores que cursen regularmente estudios académicos o profesionales, y los dos últimos, contenidos en el apartado 1.b del mismo precepto, para trabajadores que quieran asistir a cursos de formación o perfeccionamiento profesional.
2. El problema de los derechos del artículo 23 E.T. es que su apartado segundo remite literalmente a los convenios colectivos la pactación de sus términos de ejercicio y, por tanto, la norma legal no tiene carácter mínimo y directamente aplicable sino que es una norma básica, a complementar por la autonomía colectiva. Consecuencia de ello, no sólo es que extremos tan importantes de estos derechos -como la retribución de las acciones formativas o los criterios a seguir en caso de concurrencia de solicitudes- quedan a expensas de que sean incluidos en la mesa de negociación del convenio; además, en tanto que si la negociación colectiva no complementa el precepto esta tarea corresponderá al pacto individual o al empresario de forma unilateral (GARCÍA PERROTE, SALA), la posibilidad de disfrutar de los derechos relativos a la formación profesional dependerá en ocasiones de la voluntad del empresario.
3. En atención a los positivos efectos de la mayor y mejor cualificación de la mano de obra sobre el mercado de trabajo y, consiguientemente, sobre la política de empleo la formación profesional también es objeto de consideración desde una perspectiva macroeconómica. Desde 1992, se vienen negociando al amparo del artículo 83.3 E.T. sucesivos Acuerdos Nacionales de Formación Continua que, con financiación estatal acordada en los respectivos Acuerdos Tripartitos, regulan, entre otros extremos, una medida que constituye desarrollo parcial del artículo 23 E.T. Se trata del artículo 13 del actual II ANFC, que encomienda a los firmantes del Acuerdo -patronales y sindicatos más representativos en todo el Estado- el establecimiento de un régimen de Permisos individuales de formación, con sujeción a las pautas previstas en el propio ANFC, que facilite el seguimiento de acciones formativas reconocidas por una titulación oficial y tendentes al desarrollo o adaptación de las cualificaciones técnico profesionales del trabajador, o a su formación personal. La norma citada sólo desarrolla parcialmente el artículo 23 E.T. porque, según disponen las sucesivas convocatorias estatales para la financiación de los Permisos individuales de formación, éstos no tienen la consideración de permisos necesarios para concurrir a exámenes.
La detallada regulación del Permiso individual de formación puede solucionar en parte la pasividad de la negociación colectiva a la hora de consignar los términos de ejercicio de los derechos de promoción y formación profesional en el trabajo. No obstante, si bien aquel Acuerdo tiene eficacia jurídico normativa y personal general, sus negociadores no han querido dotarle de aplicabilidad directa y han condicionado su operatividad a que exista una recepción expresa de su contenido en ámbitos menores de negociación, de forma que el ANFC actúa como norma base y precisa del complemento del convenio menor, sin que ello ponga en cuestión su eficacia (CASAS).
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