Enciclopedia jurídica

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Matrimonio canónico

Derecho Eclesiástico del Estado

A) Concepto: 1. Terminología. 2. Definiciones usuales. 3. Análisis de la definición legal.

B) Fines específicos: 1. La ordenación a los fines. 2. El bien de los cónyuges. 3. El bien de la prole. 4. Relación entre ambas finalidades.

C) Propiedades esenciales: 1. Nociones. 2. La unidad. 3. La indisolubilidad.

D) Naturaleza: 1. La realidad natural: contrato o institución. 2. El sacramento; inseparabilidad entre sacramento y contrato. 3. El matrimonio como «comunidad de vida y amor» y como «relación interpersonal».

A) Concepto.

1. Como concepto inicial puede decirse que matrimonio canónico es el regulado por la legislación de la Iglesia católica (acepción objetiva del término) o bien el contraído, de acuerdo con esta legislación, por quienes están obligados a ellos (acepción subjetiva del término).

Conviene distinguir entre el matrimonio como acto jurídico (tradicionalmente denominado «in fieri») y el matrimonio en cuanto estado de vida (tradicionalmente denominado «in facto esse»). En cuanto acto jurídico es la celebración del mismo consistente en la declaración de voluntad, responsable y recíproca, por la que los contrayentes manifiestan su mutua entrega y en virtud de la cual quedan constituidos en la situación de marido y esposa. En el lenguaje usual: boda, casamiento, nupcias. En cuanto estado jurídico es el régimen inseparable de vida («individua vitae consuetudo») por el que quedan ligados los consortes. En el lenguaje usual: comunidad, sociedad o consorcio conyugal; régimen, estado o unión marital; vínculo, instituto o institución matrimonial.

Ambas significaciones, aunque aluden a realidades distintas, guardan estrechas relaciones: 1.º El acto jurídico o declaración de voluntades es la causa eficiente y el punto de partida del estado matrimonial (c. 1.134). 2.º El objeto sobre el que versa el consentimiento matrimonial es la instauración entre los contrayentes del instituto matrimonial (c. 1.057).

2. Aunque la concepción canónica del matrimonio dista considerablemente de la configurada por el Derecho romano, la tradición canónica aceptó la definición que diera éste. Prueba de ello puede ser lo afirmado por Pío XI: «Porque como ya tantos siglos antes había definido el antiguo Derecho romano, el matrimonio es la unión de marido y mujer, el consorcio de la vida toda, la comunicación del derecho divino y humano (D. XXIII, II, 1)» (Encíclica «Casti Connubii», del 31 de diciembre de 1930, número 52).

El Código Canónico derogado (1917) no ofreció una definición sobre el matrimonio. Lo más cercano a tal intento podría ser lo afirmado al establecer el mínimo conocimiento necesario para poder contraerlo: «no ignorar que el matrimonio es una sociedad permanente entre varón y mujer para engendrar hijos» (c. 1.182.1).

Sin pretender dar una defnición estricta, el Concilio Vaticano II (1962-1965) dedicó páginas bellísimas a la concepción cristiana del matrimonio. Una de las más importantes es ésta: «Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad de vida conyugal de vida y amor está establecida sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así del acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace aún ante la sociedad civil, un insitutuo confirmado por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien, tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana, pues el mismo Dios es autor del matrimonio, al que ha dotado con bienes y fines varios; su importancia es muy grande para la continuación de género humano, para el bienestar personal de cda miembro de la familia y su suerte eterna, para la estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana (Constitución pastoral «Gaudium et Spes», número 48,1).

El Código Canónico vigente (1983) vuelve a conectar con la terminología romanista («consortium omnis vitae»). Al referirse al conocimiento mínimo necesario para contraer afirma: «no ignorar que el matrimonio es un consorcio permanente entre varón y mujer, ordenado a la procreación de la prole mediante una cierta cooperación sexual» (c. 1.096,1). Pero donde se contiene una concisa definición legal es cuando afirma: «Mediante la alianza matrimonial el varón y la mujer establecen entre sí un consorcio de toda la vida («consorcio totius vitae») ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole» (c. 1.055,1).

3. Dejando para más adelante lo referente a los fines del matrimonio, el legislador cifra su esencia en los siguientes elementos: a) un consorcio; b) entre un varón y una mujer; c) para la vida toda, esto es, en su integridad o plenitud.

a) La idea de consorcio sugiere la participación y comunicación de una misma suerte y significa la unión que se produce entre los esposos según el orden de la naturaleza, realizando, mediante su unión espiritual y corporal, el mandato bíblico de que «serán dos en una sola carne» (Mt. 19,6). Esta singular unión entre hombre y mujer se traduce, jurídicamente, en un vínculo o relación específica en virtud de la cual los «contrayentes» quedan constituidos recíprocamente en la condición de «cónyuges», «consortes» o «esposos».

b) Puesto que el matrimonio se produce entre un varón y una mujer se trata de una unión monógama y heterosexual en la que los esposos quedan intregrados no sólo en cuanto personas, sino también en cuanto seres diferenciados sexualmente. De donde cabe concluir: 1.º El matrimonio es el modo, racional y adecuado a la dignidad de la persona humana, de responder a la natural atracción mutua, física y afectiva, entre personas de diferente sexo. 2.º En el matrimonio se realiza, también en la forma más adecuada a la dignidad personal del ser humano, el mutuo complemento de los consortes, habida cuenta del carácter complementario que por naturaleza tiene un sexo para con el otro. 3.º En el matrimonio los cónyuges se asumen mutuamente en cuanto hombre y en cuanto mujer, es decir, habida cuenta de su virilidad y feminidad y, por ende, la unión ha de quedar abierta a la paternidad y a la maternidad que son los términos a los que por naturaleza tiende su condición de seres sexuados, es decir, dotados de virilidad y feminidad respectivamente. Desde el punto de vista jurídico, esta singular forma de relacionarse los cónyuges entre sí da lugar al derecho mutuo, a los actos conyugales y a la recepción de la prole («ius in corpus», «ius ad prolem»).

c) El determinativo «de toda la vida» («totius vitae») alude a la plenitud o integridad de la unión conyugal, lo que comporta no sólo la vida en común, sino la puesta en común de las cualidades, virtudes y aptitudes personales en orden al mutuo enriquecimiento y la mutua perfección. La doctrina tradicional habló de «comunidad de mesa, lecho y habitación» para significar la solidaridad en aspectos tan destacados de la vida como son el alimento, el descanso o la compañía en el hogar. El consorcio de la vida toda significará la estrecha relación de colaboración, participación y solidaridad de los esposos en los más diversos aspectos de la vida, como son el económico, el social, el cultural, el religioso, el afectivo, el educativo, etcétera, sin olvidar el de la mutua asistencia en caso de indigencia, infortunio o enfermedad. Este aspecto de la unidad matrimonial se traduce jurídicamente en el derecho a la comunidad de vida («ius ad vitae communioreem») entendido no sólo como derecho a la cohabitación o participación del mismo hogar, sino como derecho a la plena cooperación en los diversos sectores perfectivos de la persona y en las vicisitudes de la vida.

Como síntesis de esta unión conyugal, traemos un sugerente pasaje del Concilio Vaticano II: «Así que el matrimonio y la mujer que por el acto conyugal ya no son dos sino una sola carne (Mt. 19,6), se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente por la íntima unión de sus personas y actividades» (lug. cit.).

B) Fines específicos.

1. A diferencia del derogado Código de 1917 (cuyo c. 1.013,1 afirmaba: «La procreación y educación de la prole es el fin primario del matrimonio; la ayuda mutua y el remedio de la concupiscencia es el fin secundario») el Código vigente ha alterado el modo de presentar estas finalidades y, como hemos visto, al ofrecer un concepto esencial del instituto matrimonial alude a la relación existente entre la esencia del matrimonio y sus finalidades específicas. Esa relación se verifica mediante la llamada «ordenación a sus fines». El consorcio conyugal «está ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole» (c. 1.055,1). La ordenación a los fines determina la propia estructura de la comunidad o consorcio conyugal, la relación interpersonal en la que consiste así como el haz de derechos y obligaciones que la componen. En efecto, esta ordenación significa: que el consorcio conyugal posee no sólo aptitud o idoneidad para el cumplimiento de aquellas finalidades, sino también predisposición o tendencia, necesidad o exigencia de que el consorcio conyugal se conduzca hacia aquellas finalidades.

Puesto que esta ordenación concierne al matrimonio «por su misma índole natural» podemos deducir: 1.º Que esta ordenación a sus fines específicos emana de la propia naturaleza del matrimonio por lo que, de una parte, se trata de una exigencia objetiva que ni los interesados ni el ordenamiento positivo pueden alterar y, de otra parte, se trata de un postulado de Derecho natural cuyo origen está en Dios autor de la creación y de la naturaleza creada. 2.º Esta ordenación esencial, para que no quede en plano puramente ilusorio, debe afectar no sólo al matrimonio en abstracto, sino a todo matrimonio en concreto. 3.º La verificación de esta ordenación objetiva en cada matrimonio singular debe tener lugar en sus principios o en cuanto tal ordenación, sin que sea necesaria la realización o logro efectivo de los fines, con tal de que no exista una circunstancia objetiva que impida dicha ordenación y de que no exista, por parte de los contrayentes, una intención «desordenadora» que desnaturalice la unión conyugal.

2. Sin que se haya de atribuir ninguna relevancia al orden con que el legislador expresa los fines a los que se ordena la unión conyugal, el primero es el bien de los cónyuges. Ni el Código ni el Concilio Vaticano II han expresado en qué consiste el bien de los cónyuges al que está destinado el matrimonio. En la doctrina conciliar encontramos algunas alusiones: «Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado de bienes y fines varios»; «marido y mujer se ayudan y se sostienen mutuamente»; «los hijos, como miembros de la familia, contribuyen a la santificación de sus padres»; «este amor por ser una acto eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona»; «los hijos son don excelentísimo del matrimonio y contribuyen fundamentalmente al bien de sus mismos padres» (Constitución pastoral cit., núms. 48-50).

Por otra parte, se ha de entender que el Código vigente ha querido incorporar a esta finalidad del «bien de los cónyuges» las finalidades parcialess designadas en el Código anterior, con las locuciones «muta ayuda» y «remedio de la concupiscencia». El primer concepto, si bien de suyo significa el auxilio que pueda prestar el uno ante la necesidad o indigencia, de cualquier clase, del otro debe alcanzar también a las actividades y proyectos que puedan emprender en común para el mutuo enriquecimiento. El segundo concepto se refiere a la unión de los esposos en en orden de la naturaleza por cuanto son seres sexuados y por lo mismo capaces de transmitir la vida, y puesto que esta capacidad está estimulada por la naturaleza en forma de instinto sexual, el matrimonio hace posible la sedación del instinto sin contravenir las leyes de la moral. Como dice el Concilio: «Un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don mutuo y libre de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, impregna toda la vida; más aún, crece y se perfecciona. Supera con mucho la inclinación puramente erótica, que cultivada con egoísmo se desvanece rápida y lamentablemente. Este amor tiene su manera propia de expresarse y realizarse. En consecuencia, los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y efectudados de manera verdaderamente humana significan y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud» (Constitución pastoral cit. núm. 49). Debe advertirse que esta ponderación de los actos propios de la vida conyugal no les priva de su necesaria apertura a la generación. Baste consignar una lapidaria afirmación del mismo Concilio: «No es lícito a los hijos de la Iglesia ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina, reprueba sobre la regulación de la natalidad» (lug. cit., núm. 51).

En síntesis, el bien de los cónyuges comprende todo aquello que puede redundar en favor del enriquecimiento, desarrollo o perfección de los esposos tanto en la línea de su sexualidad o conyugalidad como en la línea de su entidad personal en los diversos aspectos susceptibles de aquella perfección, desde el material o económico hasta el sobrenatural. Salta a la vista que aunque se trata de un verdadero fin (puesto que la mutua perfección y colaboración es un resultado que se va obteniendo en el decurso de la vida conyugal) es una finalidad de carácter inmanente en cuanto que permanece y revierte sobre los propios cónyuges y dentro de la unión conyugal, sin perjuicio de que pueda trascender como testimonio, ejemplo o estímulo en favor de terceras personas y, por supuesto, en favor de los hijos.

3. El matrimonio, también por su índole natural, está ordenado a la generación y educación de los hijos. Que el matrimonio ha sido instituido para la transmisión de la vida y para la perpetuación de la especie humana es casi axiomático, por evidente. A diferencia de la vida animal, la transmisión de la vida humana no debe verificarse en forma despersonalizada, sino en cuanto personas. El carácter personalizado de la transmisión de la vida implica: que cada progenitor conoce a la persona que ha colaborado con él en la procreación del nuevo ser; que ambos conocen a ciencia cierta cuál es el ser que ha resultado de su acto procreador; que el nuevo ser conoce también con certeza quiénes son las personas que lo han engendrado, como también, aunque acaso en un menor grado de exigencia, los seres o hermanos suyos que proceden de los mismos progenitores, que entre todos ellos nacen unos lazos de amor y de relaciones interpersonales en virtud de los cuales los unos quedan «interesados» o «implicados» en la vida de los otros y propenden a mantenerrse en contacto, más o menos íntimo según las etapas, a lo largo de sus vidas. Esta serie de exigencias del carácter personal del ser humano y de lo que llamamos transmisión personalizada de la vida se verifican de forma adecuada en el seno del matrimonio y de la familia. Por consiguiente, la vida matrimonial es la forma más adecuada para que el hombre y la mujer realicen su aptitud para transmitir la vida así como el medio más ajustado a la dignidad del nuevo ser.

Por estar dotado el hombre de una dignidad especial, realzada por su condición de hijo de Dios, la transmisión personalizada de la vida no puede limitarse a la donación de la existencia, sino a la tradición o transmisión de su patrimonio espiritual (cultura, lengua, condiciones materiales de existencia, bienes y religión) y, por otra parte, comporta la obligación de contribuir en forma decisiva e insustituible al desarrollo completo o integral del nuevo ser, en que consiste, la educación (c. 793-795). Ahora bien, el matrimonio es el clímax más adecuado para que los progenitores presten esta «atención» al desarrollo del hijo y para que ambos colaboren asiduamente en la labor educativa. En certera síntesis, Pío XI: «El mismo Creador lo enseñó así cuando al instituir el matrimonio en el paraíso dijo a nuestros primeros padres y en ellos a todos los futuros cónyugess: Creced y multiplicaos y llenad la tierra (Gen. 1.28)». Y por lo que respecta a la educación: «Porque insuficientemetne hubiera provisto Dios sapientísimo a los hijos, más aún, a todo el género humano, si no hubiese encomendado el derecho y la obligación de educar a quienes dio el derecho y la potestad de engendrar» (Encíclica «Casti Connubi» cit., núms. 9 y 13).

4. Que ambos órdenes de finalidades -la inmanente o personalista, la trascendente o educadora- están íntimamente relacionadas es algo que no necesita ser destacado. Uno y otro se complementan mutuamente y la obtención del uno repercute obviamente en provecho del otro. Ambos, en cuanto ordenación, es decir, en sus principios, deben estar presentes, en el sentido ya explicado, en todo matrimonio concreto, pues los dos son esenciales y una cosa no puede subsistir sin uno de sus elementos esenciales. El Concilio Vaticano II, sin pretender establecer una jerarquía de fines, los presenta en relación armónica. Si alguno destaca es la cooperación de los esposos a la obra del Creador. «Por su índole natural, la misma institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole con las que se ciñe como con su propia Corona» (Constitución pastoral cit., núm. 48). « El matrimonio y el amor conyugal están ordenados pro su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos. Por tanto, el auténtico ejercicio del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar, que nace de aquél, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar valerosamente con el amor del Creador y Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia» (Constitución pastoral cit., núm. 50.1). «El matrimonio no es solamente para la procreación, sino que la naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que el amor mutuo entre los esposos mismos se manifieste ordenadamente, progrese y vaya madurando. Por eso, si la descendencia, tan deseada a veces, faltare, sigue en pie el matrimonio, como intimidad y participación de la vida toda, y conserva su valor fundamental y su indisolubilidad» (Constitución pastoral cit., núm. 50.3).

C) Propiedades esenciales.

1. Dice el Código que «las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento» (c. 1.056). Se trata de características o cualidades que, sin ser constitutivas de su esencia, dimanan directamente de ella. A diferencia de los elementos constitutivos, no determinan el ser o la identificación del instituto matrimonial, pero le siguen tan de cerca («prope», al lado de) que el mismo concepto de matrimonio reclama o postula esas dos características. En efecto, si el matrimonio consiste en una unión o conjunción de personas en una vida plena, para que esa unión pueda considerarse plena y completa, además de estar ordenada a sus fines específicos, debe revestir los atributos de unidad y la indisolubilidad.

No se trata de unas notas extrínsecas o de procedencia positiva en atención a ser las más apropiadas a sus finalidades, sino que emanan de la misma esencia del matrimonio de manera que sin ellas no puede subsistir. De ahí que para el Derecho canónico estas propiedades afecten a todo matrimonio, tanto si es un matrimonio natural como si es sacramental. Es, pues, erróneo afirmar que el Derecho canónico sólo reconoce la indisolubilidad al matrimonio sacramental y que el matrimonio natural (cual es el contraído civilmente por quienes no están obligados al matrimonio canónico) es disoluble como los demás contratos. Lo que ciertamente afirma el Código es la especial firmeza que adquieren estas propiedades por razón del sacramento. Lo que se traduce sintéticamente en que mientras el matrimonio sacramental consumado no puede disolverse, el matrimonio no sacramental puede ceder excepcionalmente en favor de la fe (V. matrimonio canónico: disolución).

2. La unidad significa la imposibilidad de compartir simultáneamente el vínculo matrimonial con varias personas y excluye cualquier clase de poligamia, es decir, tanto la unión del varón con varias esposas (poliandria) como la unión de una mujer con varios esposos (poliginia). Si el matrimonio es una unión, exige la unidad o unicidad. Es el sentido profundo del precepto bíblico: «serán dos en una sola carne» (Gen. 2,23; Mt. 19,6; Mc. 10,9, etc.). Se entiende que la poligamia, como la promiscuidad sexual, se opone a la ordenación del matrimonio a sus propios fines, tanto al fin perfectivo o personalista cuanto al fin generativo-educador. Según Juan Pablo II: «Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son [...]. Semejante unión queda radicalmente contradicha por la poligamia; ésta, en efecto, niega directamente el designio de Dios tal como es revelado desde los orígenes, porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo» (Exhortación Apostólica «Familiaris Consortio», de 22 de noviembre de 1981, núm. 19).

3. Indisolubilidad es la propiedad en virtud de la cual el matrimonio válido no puede extinguirse o disolverse, salvo por la muerte de uno de los cónyuges (c. 1.141). En el fondo, es un corolario de la propiedad anterior. Por ello el Concilio Vaticano II las refunde en la expresión de «indisoluble unidad» (Constitución pastoral cit., núm. 48). Jesucristo restauró el matrimonio a su primigenia indisolubilidad derogando el libelo de repudio que Moisés autorizase a los judíos por la dureza de sus corazones y estableciendo que «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Mt. 19,3-9; Mc. 10,1-12). El magisterio de la Iglesia ha reafirmado en innumerables ocasiones este principio. Así lo hizo el Concilio de Trento (Sesión 24, c. 5 y 7). Según Juan XXIII: «Al tutelar con celoso cuidado la indisolubilidad del vínculo y la santidad del gran Sacramento, la Iglesia defiende un derecho no sólo eclesiástico, sino sobre todo, natural y divino positivo. Estos dos grandes y necesarios bienes, que el velo de las pasiones y de los prejuicios hasta tal punto oscurece que los hace olvidar, son queridos, antes que por la ley positiva, el uno por la ley natural, esculpida con caracteres indelebles en la conciencia humana; el otro, pr la ley divina de nuestro Señor Jesucristo». (Alocución de 13 de diciembre de 1961). Enre las referencias del Concilio Vaticano II, consignaremos la siguiente: «Este amor, ratificado por el mutuo compromiso y sobre todo pro el sacramento de Cristo, resulta insdisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad, y por lo tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio» (lug. cit., núm. 49,2). Según Juan Pablo II: «Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza la indisolubilidad del matrimonio» (Exhortación cit., núm. 20,2).

D) Naturaleza.

1. La opinión más generalizada considera al matrimonio como un contrato, puesto que consiste en la mutua declaración de voluntades que prestan los esposos en orden a la instauración de la comunidad conyugal y de la que se derivan los derechos y obligaciones previstos por la ley. En el matrimonio se verifican, pues, los elementos característicos de los contratos, cuales son, los sujetos, el acuerdo de voluntades, el objeto, la causa objetiva o típica y sus efectos jurídicos.

También es doctrina común que el matrimonio difiere en gran medida de los demás contratos. No en vano el Código Civil español disecciona la regulación del instituto matrimonial contemplando el régimen económico matrimonial dentro de la disciplina contractual (arts. 1.315 y ss.) mientras que la constitución del matrimonio es objeto de tratamiento jurídico desde la perspectiva del libro primero dedicado a las personas (arts. 42 y ss.). Acaso la diferencia fundamental entre el matrimonio y los contratos en general radique en que aquél afecta profundamente a la persona puesto que la compromete en un empeño que abarca la vida por completo y perdura a lo largo de su existencia: es un «estado» de la persona. Por lo demás, el matrimonio: a) Es una realidad social fundada en la naturaleza del ser humano en cuanto diferenciado sexualmente, por lo que ha de celebrarse entre dos personas de distinto sexo. b) Su contenido y sus propiedades esenciales están configurados por un derecho necesario que no pueden modificar los copactantes sin desnaturalizar la unión conyugal. c) Su fin trasciende a los intereses concretos de los contrayentes y revierte en el bien de los hijos y de la familia, así como, en definitiva, en el bien de la sociedad. d) No se pueden aplicar al matrimonio los modos de extinción o cancelación de los contratos. Todo ello induce a calificarlo como un contrato «sui generis».

Sin embargo, una interesante corriente doctrinal innovadora ha defendido el carácter institucional del matrimonio. Una figura -se dice- que presenta tantas excepciones a la doctrina contractualista no puede denominarse contrato. El matrimonio será un conjunto de vinculaciones jurídicas previamente conocidas a las que pprestan su conformidad los contrayentes a quienes incumbe la elección de la comparte y la libre decisión de contraerlo. El matrimonio será una estructura social unitaria con unos principios básicos y específicos de organización que debe tutelar el ordenamiento jurídico. Dado que no se ha llegado doctrinalmente a un concepto unívoco de institución, reduciendo la cuestión a sus grandes rasgos, puede decirse que esta teoría busca sus raíces en el origen, en la estructura y en las finalidades del matrimonio. En su origen, puesto que el ser humano, por su propia naturaleza está predispuesto y orientado hacia el matrimonio como forma más general de su realización personal. En su estructura, puesto que su contenido y elementos -en su aspecto social, moral y jurídico- están determinados pro normas de carácter necesario. En sus fines, puesto que el consorcio conyugal no sólo atiende a las necesidades o intereses de los consortes, sino que desempeña una misión que trasciende a la familia y a la sociedad en general. Por consiguiente: a) Aun siendo imprescindible el consentimiento de los esposos, en la creación del vínculo conyugal concurren otros factores, como la ley natural, la sociedad y la Iglesia (en la doctrina tradicional, el matrimonio es considerado como «officium naturae», «officium communitatis» y «sacramentum»). b) El matrimonio y la familia es la célula o núcleo básico del tejido social, dotado de características propias y anterior al ordenamiento positivo de la sociedad, por lo que ésta no sólo debe reconocerlo jurídicamente, sino también favorecerlo y tutelarlo. c) Tanto para el cumplimiento de sus fines personalistas como para su eficaz cometido social, el matrimonio ha de gozar de estabilidad o permanencia de tal manera que si los esposos son libres para crearlo no son libres para extinguirlo (Pablo VI en alocución de 9 de febrero de 1976).

Siendo, pues, una cuestión doctrinal no puede estimarse que la legislación canónica o el magisterio eclesiástico hayan pretendido resolverla. No obstante, el Concilio Vaticano II evitó la palabra «contrato» empleando la de «alianza» o «compromiso»; utiliza el término «institutum» (que ciertamente equivale a «instituto», no exactamente a institución); se expresa con locuciones que se acercan más a la concepción institucional que a la contractual.

2. Dice el Código que Cristo Señor elevó a la dignidad de sacramento la alianza matrimonial entre bautizados (c. 1.055). En la economía de la Salvación cristiana la realidad natural queda asumida por el orden de la gracia de forma que cuando se contrae entre cristianos se convierte en signo sensible de aquélla (c. 1.134). El carácter sacramental del matrimonio cristiano ha sido proclamado constantemente por la Iglesia. Por citar tan sólo uno de los testimonios más recientes, referiremos el de Juan Pablo II: «En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia» (Exhortación cit., núm. 13,7).

Añade el Código: «Por tanto, entre bautizados no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento» (c. 1.055,2). Con ello queda formulado el principio de la inseparabilidad entre el sacramento y el contrato que podríamos también expresar en estos términos: tratándose de matrimonio entre cristianos: a) Si hay matrimonio válido simultáneamente, hay sacramento. b) Si el matrimonio es inválido, no podrá existir sacramento al no haber realidad natural que pueda ser asumido por el mismo. c) Si se rechaza positivamente el carácter sacramental, no puede subsistir el matrimonio.

Adviértase que la sacramentalidad se encuentra vinculada al carácter bautismal de ambos contrayentes, sin que sea necesario que sean católicos. De donde será sacramental el matrimonio válido contraído por: 1.º Dos católicos, celebrado en forma canónica. 2.º Un católico y un bautizado acatólico, celebrado en forma canónica o con dispensa de ella. 3.º Dos bautizados acatólicos. 4.º Dos no bautizados cuando ambos reciben el bautismo.

Un sector doctrinal se ha preocupado del problema que puede suponer la celebración del matrimonio canónico por quienes han perdido la fe y carecen de la disposición espiritual necesaria para recibir el sacramento. No obstante -y sin perjuicio del tratamiento pastoral del problema, como se hace, por ejemplo, en la «Familiaris Consortio» (lug. cit., núms. 79-84)- el Código vigente, aunque no se trate de doctrina irreformable, reitera la doctrina común u objetiva.

3. La forma con que el Concilio Vaticano II destacó la importancia del amor conyugal y la donación personal de los esposos vino a favorecer la concepción del matrimonio como «comunidad de vida y amor» y como «relación interpersonal» (Constitución pastoral cit. núm. 48).

El concepto de matrimonio como comunidad de vida y amor tiene un profundo significado teológico y catequético. Desde que san Pablo señalara como causa ejemplar del matrimonio el amor de Cristo y de su Iglesia, el magisterio eclesiástico no ha cesado de ponderar el valor del amor conyugal tanto en su dimensión natural cuanto en su significación sobrenatural (V. exhortación apostólica cit., especialmente núm. 13). Sin embargo, la doctrina canónica encuentra serias dificultades para determinar la inserción del amor conyugal en la estructura jurídica del matrimonio. La libre elección del consorte es un acto de dilección o de amor. La libre celebración del matrimonio, en cuanto entrega mutua de dos personas, también implica un acto de amor. Una vez celebrado el matrimonio, en virtud del vínculo conyugal los esposos están destinados a amarse y sostenerse mutuamente, pero su gradual desarrollo a lo largo de la vida matrimonial (variable de un caso a otro), e incluso su fracaso, pertenece al orden de su existencia histórica y no al de su esencia o constitución jurídica concreta (alocución de Pablo VI de 9 de febrero de 1976).

En cuanto a la consideración del matrimonio como una relación inerpersonal, viene a ser una forma de realzar el carácter intersubjetivo que ostenta, como toda relación jurídica, el vínculo conyugal por cuanto éste, a diferencia de otras relaciones jurídicas, produce la unión de sus personas en cuerpo y alma. En el pacto conyugal, los contrayentes se entregan y aceptan en cuanto personas (es decir, como sujetos de deberes y de derechos, dotados de libertad, responsabilidad y perfectabilidad, así como de un destino irrepetible y que rechazan toda instrumentalización, servidumbre o cosificación) sin que este valor personal pueda quedar desterrado de su unión. Sin embargo, también aquí se debe eludir el riesgo de incurrir en un perfeccionismo vital (próximo a la doctrina especiosa que propugna la consumación del matrimonio en el sentido existencial o religioso a lo largo de un tracto más o menos prolongado de la vida matrimonial y que, como es obvio, dista un paso de admitir el «matrimonio experimental» o «a prueba»), cual ocurriría si se exigiera a los esposos unas dotes mentales, afectivas y en general psíquicas que les habilitaran para unas cotas de enriquecimiento mutuo inasequibles a la generalidad de los humanos. Semejante concepción elitista del matrimonio sería contraria al generalizado «ius connubii», atribuible, en principio, a todo ser humano (c. 1.085) y a la taxativa enumeración de las incapacidades para contraer (c. 1.095).


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