Derecho Canónico Matrimonial
Ateniéndonos al canon 1.095 del nuevo Código, distinguiremos tres clases de incapacidades para contraer matrimonio: la carencia del suficiente uso de razón, la falta de suficiente discreción de juicio acerca de los derechos y deberes esenciales del matrimonio y la imposibilidad de asumir las obligaciones esenciales del matrimonio.
1. Carencia de suficiente uso de razón.
Según el canon 1.095 «son incapaces de contraer matrimonio: 1.º, quienes carecen de suficiente uso de razón».
El primer esquema de este apartado rezaba así: «Son incapaces de contraer matrimonio: 1. Quienes de tal manera están afectados por una enfermedad mental o por una grave perturbación del ánimo que no pueden emitir el consentimiento por carecer del uso de razón».
El segundo esquema estaba redactado en los mismos términos que el primero, salvo al adjetivo suficiente que precede al uso de razón. Esta importante adición se conserva en el texto promulgado, en el que se han suprimido oportunamente las causas de tal defecto, dada la ambigüedad del término enfermedad mental (mentis morbus), que no tiene un sentido unívoco ni en la Psiquiatría ni en la jurisprudencia rotal.
En este primer apartado están comprendidas tres hipótesis: la de los que carecen del uso de razón por estar aquejados de una enfermedad mental habitual (vgr., de una oligofrenia o esquizofrenia, etc.); la de aquellos otros cuyas facultades mentales en el momento de emitir el consentimiento están afectadas por una grave perturbación momentánea que les impide el ejercicio normal de las mismas y también la de los que poseyendo algún uso de razón no es éste suficiente, dada la gravedad e importancia del matrimonio.
Entre las causas patológicas que puedan causar esas perturbaciones mentales transitorias figuran la embriaguez, el alcoholismo agudo crónico, las toxicomanías (morfinismo, cocainismo, etc.), la sugestión hipnótica, etc. Todas ellas invalidan el consentimiento matrimonial si afectan gravemente al uso de la razón en el momento prestado.
En la terminología de la doctrina y jurisprudencia canónicas, hasta hace pocos años, todas las enfermedades mentales de carácter habitual que privan al paciente del uso de razón se comprendían bajo el nombre de amencia, término este sinónimo de furor-furiosus, empleado también por los canonistas y las fuentes canónicas desde Graciano, para designar la incapacidad psíquica para contraer matrimonio, si bien el Código de 1917 prescinde de estos últimos al tratar del matrimonio, utilizando sólo el de amencia, como hace también el nuevo Código.
De la amencia, según la jurisprudencia rotal, se distingue la llamada amencia parcial o demencia (manía), la cual se da cuando el trastorno mental afecta sólo a algunas materias. Si en éstas no entra todo lo referente al matrimonio y a la vida conyugal, el demente podrá emitir válidamente el consentimiento matrimonial, y viceversa, en caso contrario, es decir, cuando el trastorno mental afecta a los elementos esenciales del matrimonio.
A juicio de los psiquiatras, dada la unidad psíquica de la persona humana, no existe realmente una amencia parcial, sino que toda enfermedad mental perturba siempre enteramente las facultades anímicas en todos los sectores, aun cuando sólo se manifieste con claridad en algunos de ellos. La propia doctrina canónica, a pesar de admitir teóricamente tal distinción, en la práctica duda que los afectados por demencia, aun en el caso de que ésta no concierna a la res uxoria, puedan contraer válidamente, e incluso propone una verdadera presunción de incapacidad para los aquejados de tales anomalías.
De acuerdo con la psicología y psiquiatría modernas, la jurisprudencia de la Rota Romana estima que los dementes o monomaníacos son siempre incapaces de prestar válidamente el consentimiento matrimonial por no poseer el recto uso de razón ni siquiera en la materia sustraída a su perturbación.
1.1. Los lúcidos intervalos.
Se designa con este nombre a los periodos en los que el enfermo mental recupera transitoriamente el uso de sus facultades mentales. Los psiquiatras modernos, o bien se muestran sumamente recelosos en admitir tales intervalos, o los niegan abiertamente por considerar que se trata, más bien, de épocas en que la enfermedad remite en su gravedad, sin que desaparezca del todo. De ahí que en la actualidad se prefiera hablar de remisiones de la enfermedad mental más que de intervalos lúcidos.
La propia jurisprudencia rotal niega la posibilidad de tales intervalos lúcidos en los pacientes aquejados de oligofrenia y de toda enfermedad mental en el periodo progresivo ascendente.
En cualquier caso, según la doctrina y jurisprudencia canónicas, tales intervalos lúcidos nunca se presumen y hay que demostrarlos, pues ya la glossa al capítulo Neque furiosus afirmaba que «frecuentemente los locos (furiosi) están en un estado de quietud aparente, en cuyo caso, aunque pueda parecerlo, no son sanos de espíritu, y si entonces la mujer contrajo matrimonio con uno de ellos, dicho matrimonio es nulo». Siglos después, a fines del siglo XVI, reconocía T. SÁNCHEZ que la «enfermedad mental es, por su propia naturaleza, perpetua, incurable y desesperada».
De acuerdo con esta línea, establece el c. 1.322 del nuevo Código que «se consideran incapaces de cometer un delito quienes carecen habitualmente del uso de razón, aunque hayan infringido una Ley o precepto cuando parecían estar sanos».
1.2. Debilidad mental.
Bajo este nombre designa la doctrina canónica a todas aquellas enfermedades mentales que, sin privar totalmente al paciente del uso de razón, disminuyen su capacidad intelectiva y volitiva, ya estable y perpetuamente, ya en forma transitoria o momentánea. Suele llamarse también semiamencia, estulticia, simplicidad, etc.
Puede revestir dos formas diferentes, a saber, o es una fase intermedia de las enfermedades destinadas fatalmente a desembocar en la amencia, y entonces constituye un grave indicio de defecto de discreción de juicio, o es permanente y no progresiva, consistente en cierta simplicidad de espíritu o imbecilidad que no implica la pérdida total del uso de razón, pero sí el defecto del suficiente para contraer válidamente matrimonio.
1.3. Presunciones doctrinales y jurisprudencia.
Para juzgar acerca de la validez o nulidad de un matrimonio concreto de un enfermo mental, la doctrina y la jurisprudencia suelen aplicar las siguientes presunciones:
a) La enajenación mental no se presume, sino que hay que demostrarla, ya que lo normal es que no se padezca.
b) Si la amencia se manifiesta al poco tiempo de contraer el matrimonio, se presume que es anterior al mismo; si, por el contrario, se hace ostensible después de mucho tiempo de haberse celebrado aquél, se presume que es posterior, y debe demostrarse que es concomitante.
c) Demostrada la existencia de la amencia antes y después de celebrado el matrimonio, es obligado presumir que también existía en el momento de la celebración.
En cuanto a la amencia parcial, he aquí los criterios de presunción que suelen alegarse:
a) Comprobada la enajenación mental de un contrayente, se presume que es total y no parcial, salvo prueba en contrario.
b) En caso de duda sobre si la demencia recae o no in re uxoria, se presume que afecta al matrimonio, mientras no demuestre lo contrario la parte que lo niega.
c) Probada la demencia y que ésta afecta a sectores diversos del matrimonial, ello no es suficiente para considerar al sujeto hábil para casarse, pues mientras su capacidad no se demuestre positivamente en juicio, se ha de presumir que carece del uso de razón.
Como es obvio, en todas las causas de nulidad de matrimonio por enfermedad mental o grave perturbación del ánimo, los jueces eclesiásticos deberán recabar el oportuno dictamen especial de los psiquiatras, como se prescribe en el canon 1.680, sin que por ello estén obligados a adherirse a tales dictámenes, aunque sean concordes, sino que deberán fallar según los principios jurídicos y morales, habida cuenta de la gravedad de dichas enfermedades y de los hechos alegados y demás circunstancias del caso, a tenor del canon 1.579.
2. Grave defecto de la discreción de juicio.
A tenor del apartado 2.º del canon 1.095, también «son incapaces de contraer matrimonio quienes tienen un grave defecto de discreción de juicio acerca de los derechos y deberes esenciales del matrimonio que mutuamente se han de dar y aceptar».
El legislador actual, al revés que el del Código de 1917, configura un nuevo capítulo de nulidad del consentimiento matrimonial (una verdadera incapacidad) mediante el grave defecto de discreción de juicio, distinto y autónomo del constituido por falta de uso de razón.
Examinados ya en el capítulo relativo al consentimiento matrimonial los precedentes históricos y el concepto de discreción de juicio, nos toca ahora enfrentarnos con el arduo problema de señalar los límites de esa discreción.
Como decía el esclarecido rotal A. SABATTANI, afirmar que la discreción o madurez de juicio debe ser proporcionada al matrimonio, es incurrir en una simple tautología: «para el matrimonio es necesaria la discreción conveniente a la importancia del mismo (idem per idem)».
2.1. Delimitación de la discreción de juicio suficiente para el consentimiento matrimonial.
Tanto por la doctrina como por la jurisprudencia rotal se han empleado para ello criterios analógicos. Así, en el primer tercio de este siglo se ha dicho que tenía discreción suficiente para consentir en el matrimonio quien la poseía para pecar mortalmente.
Más tarde, tergiversando un famoso texto de santo Tomás, del que hemos hablado en el capítulo anterior, se ha afirmado que era menester una discreción mayor para el matrimonio que para pecar mortalmente, como si el pecado mortal fuese una cosa tan baladí que hasta los niños de cinco años pudiesen cometerlo, según reconocía el Doctor de Aquino y los crédulos teólogos y canonistas de la Edad Media.
Como criterios delimitativos de dicha discreción, se ha acudido también a la que se tiene para la capacidad procesal, o para la responsabilidad penal, o en la pubertad o en la edad mínima prescrita para el matrimonio (c. 1.083) o cuando se alcanza la mayoría de edad (c. 96), etc.
Tras numerosos intentos fallidos, la doctrina y la jurisprudencia han reconocido que es de todo punto imposible lograr ese objetivo de señalar límites precisos a dicha discreción de una manera positiva y directa y que sólo indirecta y negativamente podemos acercarnos a él, estudiando el proceso de consentimiento humano a la luz de la Psicología y Psiquiatría y sin perder de vista que el derecho a casarse es un derecho natural al que tienen acceso no sólo las personas cultas y prudentes, sino también las más rudas e ignorantes.
Este derecho natural de toda persona al matrimonio mientras «el derecho no se prohíba» (c. 1.085), no parecen haberlo tenido en cuenta todas aquellas sentencias rotales que exigen, en contra de santo Tomás, una mayor discreción de juicio para el matrimonio que la requerida para la profesión religiosa, para la capacidad procesal y, en general, para los contratos, aun los más difíciles.
Pero no faltan tampoco decisiones rotales que exigen para el matrimonio una discreción menor que para los demás negocios e incluso las que estiman suficiente la fuerza estimativa mínima y casi nula de que gozan las personas más incultas y rudas.
Para una parte de la doctrina y de la jurisprudencia canónicas la discreción de juicio o el conocimiento teórico y práctico o valorativo del matrimonio, necesario para consentir válidamente en éste, es suficiente que se ajuste al conocimiento confuso y vulgar de los elementos que configuran la identidad del matrimonio, reflejada en el c. 1.082 del Código Pío-Benedictino y en el c. 1.096 del nuevo Código. Este último reza así: 1. «Para que pueda haber consentimiento matrimonial es necesario que los contrayentes no ignoren al menos que el matrimonio es un consorcio permanente entre un varón y una mujer, ordenado a la procreación de la prole mediante una cierta cooperación sexual». 2. «Esta ignorancia no se presume después de la pubertad».
Notemos, en primer lugar, que la estudiada expresión del legislador «no ignoren», ya empleada en el Código anterior, indica bien a las claras que no se trata de un conocimiento científico de los elementos que especifican y distinguen el matrimonio, sino de un conocimiento somero, confuso y vulgar de los mismos.
Tres elementos constituyen la identidad del matrimonio que no deben ignorar los contrayentes para que su consentimiento sea válido, según dicho canon.
a) El matrimonio es una comunidad o consorcio entre un hombre y una mujer. En el antiguo Código se empleaba la palabra sociedad para indicar la necesidad de parigual dignidad entre los cónyuges, de la misma responsabilidad e idénticos derechos-obligaciones entre ambos. En el nuevo Código se ha puesto intencionadamente en vez de societas la palabra consortium, ya que ésta, además de expresar plenamente el sentido de sociedad, añade al mismo la idea de suerte común, de participación en la misma vida y la misma suerte, «en las circunstancias prósperas y adversas, en la salud y en la enfermedad», como se dice en la fórmula litúrgica del consentimiento de los esposos.
b) Un consorcio no transeúnte o pasajero, sino permanente o duradero en el tiempo, aunque los contrayentes ignoren o yerren sobre la indisolubilidad del matrimonio.
c) Ordenado a la generación de la prole mediante la cooperación sexual entre ambos. Los contrayentes deben conocer, siquiera de modo general, aunque no técnico, que el matrimonio está ordenado a la relación sexual, mediante la cual se realiza uno de los fines objetivos del matrimonio. Esta ordenación del matrimonio a la procreación comporta derechos-obligaciones tan específicos del matrimonio que lo distinguen de cualquier otra sociedad entre seres humanos. Sin esta relación sexual no sería el matrimonio «íntima comunión de vida y amor conyugal», como lo describe el Vaticano II (G.S. 48). De ahí la necesidad de no ignorar los contrayentes la ordenación del matrimonio a la procreación de la prole y no sea menester que conozcan también la ordenación al bien de los cónyuges, otro de los fines institucionales del mismo (c. 1.055.1).
Otros autores, en cambio, así como un buen número de decisiones recientes de la jurisprudencia rotal, estiman que no es suficiente que la discreción de juicio se limite al objeto del conocimiento mínimo, que se necesita para contraer matrimonio, según el referido canon, sino que debe extenderse al objeto formal de dicho consentimiento, tal cual se contiene en el c. 1.081.2 del antiguo Código y en los cc. 1.055, 1.056, 1.057.2 y 1.101.2 del nuevo.
Según los partidarios de esta corriente, la discreción de juicio debe abarcar no sólo el vínculo matrimonial, sino todos los efectos esenciales que brotan del mismo, como los derechos y obligaciones que han de ser mutuamente entregadas y aceptadas por los contrayentes, de modo que dicho objeto sea valorado y elegido libremente, sin que sea menester que dicho conocimiento y ponderación sean perfectos, ni que la libertad sea plena.
Que este último criterio sea el que delimite realmente el alcance de la suficiente discreción de juicio, parece confirmarse por el tenor del c. 1.095, número 2.º, ya que en el mismo se hace expresa referencia al objeto sobre el que versa el grave defecto de la discreción de juicio, es decir, los derechos y deberes esenciales que han de ser mutuamente entregados y aceptados por los contrayentes.
Ahora bien, si tenemos en cuenta el conocimiento confuso y vulgar de la naturaleza o identidad del matrimonio que para el consentimiento válido en el mismo exige el c. 1.082,1, del antiguo Código -canon repetido casi al pie de la letra, sin diferencia sustancial alguna, en el canon 1.096, 1.º, del nuevo-; se hace sumamente difícil, por no decir imposible, conciliar este canon con el amplio ámbito que la citada doctrina y jurisprudencia rotal atribuyen a la suficiente discreción de juicio. En efecto, si realmente carecen de dicha discreción los contrayentes que o conocen los derechos y deberes esenciales derivados del vínculo matrimonial y, en consecuencia, es nulo el consentimiento matrimonial de los mismos; resulta inexacta la afirmación del citado canon 1.096,1.º, según la cual para emitir el consentimiento matrimonial es menester que el contrayente no ignore, al menos, los elementos que identifican el consorcio matrimonial, entre los cuales, como acabamos de ver, no figuran todos los derechos y deberes esenciales del matrimonio.
Es más, la citada corriente doctrinal y jurisprudencial parece oponerse también al c. 1.099, ya que en éste se nos dice que el error (y lo mismo cabe afirmarse de la ignorancia) acerca de la unidad o indisolubilidad del matrimonio no vicia el consentimiento sobre el mismo, salvo que determine la voluntad; mientras que, según dicha teoría, el error o la ignorancia acerca de algún derecho u obligación esencial del matrimonio (el ius-obligatio ad communionem vitae, p. ej., lo haría inválido).
2.2. Mayor discreción de juicio en la actualidad que en épocas pasadas.
Es un hecho, reconocido por la misma Rota Romana, que ahora se exige una mayor discreción de juicio para contraer matrimonio que en épocas anteriores, pero también es verdad que algunas decisiones rotales han reaccionado contra la tendencia maximalista de exigir para el consentimiento un más perfecto conocimiento teórico y práctico del matrimonio y de los derechos y obligaciones inherentes al mismo.
Así, p.ej., se nos dice en la sentencia c. De Jorio, de 16-II-1972 que la madurez psíquica exigida para el consentimiento matrimonial no implica la gravedad y prudencia reclamada por el mismo, ya que «obrar grave y prudentemente es de pocos, mientras que contraer matrimonio es propio de la mayor parte de los hombres».
«Para la discreción de juicio -se afirma en la sentencia c. Huot, de 2-III-1978-, basta la capacidad de discernimiento común a casi todos los seres humanos que han alcanzado la edad señalada para casarse, pues el matrimonio es un instituto natural y abierto a todos los que no están impedidos por derecho natural o positivo».
Finalmente, nos dice el rotal AUGUSTONI, en su sentencia de 20-II-1979, que «si por una parte es preciso afirmar la necesidad de la deliberación adecuada para un negocio de tanta importancia como el matrimonio; no es lícito, por otra, exigirla tan perfecta que sólo puedan alcanzarla los individuos más selectos del género humano.
Según la doctrina y la jurisprudencia canónica, no invalida el consentimiento matrimonial cualquier defecto de discreción, sino que este defecto tiene que ser grave, como se dice expresamente en el apartado segundo del referido canon. Pero dicho defecto de discreción no equivale a carencia o a falta absoluta del mismo.
Tal grave defecto suele darse en los casos graves de esquizofrenia en su fase cualificada o manifiesta, de psicopatía y de neurosis.
2.3. Requisitos de la discreción de juicio por parte de la voluntad.
La madurez o discreción de juicio proporcionada al matrimonio se refiere especialmente a la decisión deliberada de la voluntad, la cual presupone la estimación o ponderación de los motivos y el juicio práctico del entendimiento sobre el matrimonio que se va a celebrar aquí y ahora.
Para la discreción de juicio, por parte de la voluntad se requiere que el contrayente pueda determinarse libremente desde el interior, teniendo en cuenta los motivos que le impelen al matrimonio o que le apartan del mismo, sin que le impidan su decisión los impulsos del instinto o de la afectividad.
Es menester, por consiguiente, que posea tanto la libertad de ejercicio (de contraer o no) como la de especificación (de elegir una cosa en vez de otra, entre varias). A este respecto observa una decisión rotal c. EWERS de 25-XI-1978 que la capacidad de determinarse no significa una falta de impulsos en contra de la voluntad, sino que exige más bien que tales impulsos no sean tan graves que la fuercen a obrar en la dirección de los mismos.
Pero no es menester que dicha libertad sea plena, totalmente inmune de cualquier impulso interno, pues la dificultad de elegir no se puede confundir con la imposibilidad de superar dichos impulsos.
2.4. Anomalías de la voluntad que impiden la suficiente discreción de juicio.
Hasta hace poco tiempo, tanto la doctrina como la jurisprudencia canónicas han sostenido, fundadas en el principio de la unidad psíquica de la persona humana, que no existen enfermedades que afecten sólo a la voluntad, permaneciendo íntegra la inteligencia, ya que «dondequiera que hay entendimiento, hay también libre arbitrio».
Pero la Rota Romana, en estos últimos años, viene reconociendo, de acuerdo con la Psicología y Psiquiatría modernas, que existen determinadas enfermedades, como la psicastenia, la neurosis obsesiva, la inmadurez afectiva, etc., aparte de las aberraciones psico-sexuales (ninfomanías, satiriasis, etc.), que atacan directamente a la voluntad sin lesionar ostensiblemente a la inteligencia. Todas estas enfermedades, al disminuir gravemente la libertad o suprimirla, impiden que se dé la suficiente discreción de juicio para contraer matrimonio válidamente.
3. Incapacidad para asumir las obligaciones esenciales del matrimonio.
Según el c. 1.095, 3.º, son también incapaces de contraer matrimonio «quienes no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica».
Como ya hemos indicado, en este apartado se codifica una práctica reciente de la jurisprudencia rotal, que tiene su origen en las causas matrimoniales sobre ciertas anomalías concernientes a la esfera sexual.
En esta incapacidad no se trata, como en las dos anteriores, de un defecto del consentimiento, sino de un defecto del objeto del matrimonio, cuya fuerza invalidante radica en el principio de derecho natural, ya recogido en el Derecho romano y en la Regla VI de las Decretales de Bonifacio VIII, según el cual nadie puede obligarse a lo que le es imposible (impossibilium nulla obligatio est; nemo potest ad impossibile obligari).
Hace unos lustros la jurisprudencia rotal limitaba esta incapacidad a las anomalías sexuales (homosexualidad, ninfomanía, satiriasis, sadismo, etc.), considerándolas en un principio, ora bajo el aspecto de la amencia o demencia sexual (insania in re uxoria), ora bajo el aspecto de exclusión de la fidelidad, ora como impotencia psíquica o moral. Después del Vaticano II, una corriente de la citada jurisprudencia comenzó a fundar tal incapacidad, no en la amencia parcial, ni en la simulación, ni en la impotencia moral, sino en la falta de objeto, puesto que al contrayente, aquejado de tales anomalías, no le era posible ya guardar la fidelidad conyugal, ya compartir una vida sexual digna y humana, ya instaurar el consorcio o comunión de vida.
Últimamente la jurisprudencia canónica tiende a ampliar dicha incapacidad, comprendiendo en ella no sólo las anomalías sexuales, sino también a todas las de carácter psíquico que hacen imposible el consorcio de la vida conyugal.
Precisamente para no restringir la incapacidad de asumir las obligaciones conyugales a los aquejados de anomalías psico-sexuales, frase esta última que figuraba en el primer esquema de dicho canon de 1975 (c. 297), en el texto promulgado, tras haber sido sustituido en el segundo esquema de 1977 (c. 42) el término psico-sexual por el de psíquica, se ha suprimido la palabra anomalía, exigiéndose que la incapacidad proceda de causas de naturaleza psíquica.
La crítica ha aprobado sin reservas la supresión del término anomalía, ya que la definición del mismo presupone una clara noción de normalidad, la cual dista mucho de poder sernos suministrada por la ciencia psiquiátrica ni por la doctrina moral canonística. Tal vez hubiese sido más prudente incluso abstenerse de señalar causa alguna de tal incapacidad, pues no se nos alcanza la evolución de las ciencias biológicas y quizá en el futuro puedan explicarse determinados comportamientos humanos, que hoy atribuimos a determinadas anomalías psíquicas, como efecto de anomalías biológicas u hormonales.
Está claro que la imposibilidad de cumplir las obligaciones conyugales influye indirectamente en la incapacidad de asumirlas, pues nadie puede obligarse a una prestación imposible.
3.1. La incapacidad de cumplir las obligaciones esenciales del matrimonio, ¿es un nuevo capítulo de nulidad distinto y autónomo de los demás?
Es evidente que así lo ha entendido la Comisión revisora, pues, de lo contrario, no tendría razón de ser este apartado 3.º del citado c. 1.095. Ello parece suponer que tal incapacidad no proviene de una deficiencia en el entendimiento y la voluntad del contrayente, sino de la imposibilidad en que éste se encuentra de cumplir lo prometido, es decir, las obligaciones esenciales del pacto conyugal. Pero no es nada fácil comprender cómo puedan darse tales anomalías psíquicas que hagan incapaz al sujeto afectado por las mismas para cumplir dichas obligaciones, permaneciendo íntegras su facultades mentales, singularmente la voluntad; de ahí que tanto en la doctrina como en la jurisprudencia canónicas cuente con partidarios la opinión contraria, es decir, la que sostiene que esta incapacidad no es un capítulo diverso y autónomo de nulidad, sino que forma parte integrante del grave defecto de discreción de juicio. Es evidente que esta afirmación tendría que ser compartida por todos si tal incapacidad proviene de una anomalía psíquica que priva del uso de razón o causa la falta grave de discreción de juicio.
En la hipótesis de que dicha incapacidad sea un capítulo distinto y autónomo de nulidad, por no afectar lo más mínimo al uso de razón y a la suficiente discreción de juicio del contrayente, estimamos con NAVARRETE que no constituye un solo capítulo, sino más bien un capítulo genérico, en el que se encuentran otros distintos capítulos, cuantos son las obligaciones esenciales del matrimonio, a la manera que sucede con la llamada «simulación parcial» en el c. 1.101,2.
3.2. Naturaleza jurídica de la incapacidad de cumplir las obligaciones esenciales del matrimonio.
La Comisión revisora, según nos cuenta el Relator de la misma, creyó oportuno colocar la citada incapacidad entre los defectos o vicios del consentimiento, más bien que incluirla bajo el nombre de impotencia moral en el capítulo de los impedimentos, con el fin de evitar la confusión entre la referida incapacidad con la impotencia psíquica.
Sin embargo, desde un punto de vista puramente teórico, quizás hubiese sido preferible que ambas impotencias -la coeundi y la de cumplir las obligaciones esenciales del matrimonio- figurasen en el mismo capítulo, o bien en el de los impedimentos o en el de los vicios o defectos del consentimiento, dada la gran semejanza que entre ambas existe. En efecto, el sujeto afectado por una u otra no puede celebrar válidamente matrimonio por una razón idéntica, cual es la incapacidad de prestar lo que constituye el objeto del pacto matrimonial o, al menos, uno de los elementos esenciales del mismo: el ius in corpus o el derecho a la comunión de vida, el cual comprende el derecho perpetuo y exclusivo a los actos conyugales realizados digna y humanamente.
3.3. Anomalías que impiden el cumplimiento de las obligaciones esenciales del matrimonio.
En primer lugar, no pueden observar la fidelidad conyugal (bonum fidei) las personas aquejadas de ninfomanía o satiriasis, a quienes les es imposible dominar su instinto sexual. Esta misma obligación no puede ser satisfecha por los homosexuales de carácter constitucional, a los que tampoco les es posible, al igual que a los anteriores y a los afectados por otras perversiones sexuales, como sadismo, masoquismo, exhibicionismo, etc., la observancia del bien de la prole, es decir, el derecho-deber al acto sexual, realizado de una manera digna y humana.
Además de los que padecen estas enfermedades o perversiones de carácter sexual, no pueden tampoco contraer matrimonio los aquejados por una grave inmadurez afectiva, o por graves psicopatías o anomalías de la personalidad, egotismo, narcisismo, etc., que le incapacita para cumplir el fin personal del matrimonio o bien de los cónyuges, es decir, el mutuo derecho-deber de instaurar el consorcio o comunión de vida, ya que les resulta imposible establecer las relaciones esenciales interpersonales que tal derecho-deber implica.
Frecuentemente advierte la jurisprudencia rotal que no se deben extender demasiado los casos de inmadurez afectiva.
La propia jurisprudencia nos advierte asimismo que es difícil demostrar la incapacidad de asumir las obligaciones esenciales del matrimonio, a menos que exista una grave enfermedad psíquica propiamente tal o que dicha incapacidad proceda de una grave perversión del instinto sexual. Es preciso distinguir la verdadera imposibilidad de asumir las obligaciones esenciales de la mera dificultad, lo que no es nada fácil.
Los defectos de carácter, así como la simple «incompatibilidad de caracteres», ni cualquier «desorden de la personalidad», que impiden la plena y perpetua unión de la vida conyugal, no bastan para hacer inhábiles a los contrayentes respecto al cumplimiento de dichas obligaciones, como se ha pretendido a veces en la jurisprudencia canónica anglonorteamericana holandesa, contra cuyos abusos ha reaccionado el Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica y la propia Rota Romana.
Es indudable que tal incapacidad para que invalide el matrimonio debe ser cierta, pero no hay unanimidad en la doctrina y la jurisprudencia acerca de si debe ser también perpetua. Para algunos autores y una corriente de la jurisprudencia rotal no es menester esa perpetuidad, ya que, por una parte, no está prevista en el apartado 3 del c. 1.095, y, por otra, la inserción de este precepto entre los vicios del consentimiento matrimonial para que éste sea inválido por falta del objeto del mismo.
Los contrayentes asumen los derechos-obligaciones esenciales del matrimonio en y desde el momento en que consienten en él. Ahora bien, gran parte de estas obligaciones -las negativas y las positivas concernientes al consorcio de toda la vida o a las relaciones interpersonales- no son susceptibles de interrupción ni aplazamiento, sino que están en vigor siempre y en todo momento (semper et pro semper, como decían los moralistas clásicos) desde el instante en que se presta el consentimiento. Por consiguiente, si en dicho instante los contrayentes son capaces de asumirlas porque las pueden cumplir, el matrimonio es válido y, en caso contrario, es nulo, sin que sea menester para ello demostrar el carácter perpetuuo de la incapacidad. Tal demostración puede servir para conocer la mayor o menor gravedad de dicha incapacidad, pero no para demostrar la existencia de la misma.
La analogía que guarda esta incapacidad con la impotencia coeundi no nos obliga a mantener la necesidad de la perpetuidad de aquélla, como tampoco el hecho de que no se pueda asumir sólo temporalmente el derecho a la comunión de vida demuestra que la incapacidad para realizarlo deba ser perpetua, pues basta que uno de los contrayentes esté afectado por dicha incapacidad en el momento de prestar el consentimiento para que el matrimonio sea nulo, sin que sea menester probar para ello la perpetuidad de tal incapacidad.
Otro grave problema que se plantea sobre dicha incapacidad es si ha de considerarse en un sentido absoluto, con relación a toda clase de personas, o también en sentido relativo, de este cónyuge con otro (en analogía con la impotencia).
La jurisprudencia rotal, salvo alguna que otra decisión, sólo otorga relevancia a la incapacidad absoluta y así también la mayoría de la doctrina.
Este nuevo capítulo de nulidad ha contribuido ciertamente a resolver casos sangrantes de situaciones matrimoniales injustas (matrimonios con homosexuales, con ninfómanas, etc.), pero no se puede negar que ha dado pie a numerosos abusos, dada la dificultad de precisar, tanto la incapacidad de asumir dichas obligaciones esenciales, como el contenido esencial de éstas.
3.4. Obligaciones esenciales.
En primer lugar, son obligaciones esenciales las que la doctrina y la jurisprudencia han comprendido en los tres clásicos bienes del matrimonio (prole, fidelidad y sacramento).
El bien de la prole comprende el derecho-obligación al acto conyugal, apto para la generación, realizado de una manera humana, junto con el derecho-obligación de conservar y educar la prole eventualmente concebida y dada a luz (c. 1.061,1).
El bien de la fidelidad comprende, amén de la unicidad del vínculo, el derecho-obligación al débito conyugal y a la mutua exclusividad en los actos concernientes a la generación.
El bien del sacramento se refiere a la indisolubilidad del vínculo matrimonial.
En segundo lugar, son también obligaciones esenciales del matrimonio las que se derivan de sus elementos esenciales a los que se refiere el canon 1.101,2.
Cuáles sean en concreto esos elementos esenciales y, en consecuencia, las obligaciones derivadas de ellos, nos lo tendrán que decir en los próximos lustros la doctrina y la jurisprudencia, habida cuenta de la definición legal del matrimonio (canon 1.055) y de la legislación y doctrina jurídica o teológica, como se nos dice en la Relatio de la Comisión Codificadora de 1981.
Al ser el matrimonio un consorcio de toda la vida entre un varón y una mujer, ordenado pro su índole natural a la generación y educación de la prole (c. 1.055), parece evidente que otro derecho-obligación esencial de los cónyuges es el derecho-obligación a la comunión de vida, a las relaciones interpersonales entre los mismos, a ser considerados como personas y no como objetos.
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