Derecho Urbanístico
A modo de introducción, cabe decir que abordar el tema de los núcleos rurales no se centra tanto en alcanzar su adecuada definición como en la problemática que supone adscribirlos a una determinada clase de suelo: urbano o no urbanizable; derivándose de ello una cuestión de mayor importancia como es la de gestionar los servicios y dotaciones que, en cuanto asentamiento humano, precisan.
La expresión cobra carta de naturaleza en los ordenamientos urbanísticos autonómicos. Aquellas autonomías en cuyo territorio se presentan asentamientos humanos dispersos y de diversa entidad, inicialmente vinculados al mundo rural y al aprovechamiento de los recursos naturales, recogen una definición de núcleo o asentamiento rural adaptada a la peculiar idiosincrasia de su realidad territorial, la cual resultaba desconocida desde el uniforme tratamiento de las leyes estatales.
Sin perjuicio de atender a sus propias características territoriales, las distintas normativas autonómicas -a las que luego tendremos ocasión de referirnos- son coincidentes en lo esencial de su definición; sin embargo, difieren ya notablemente al adscribirlos a una u otra clase de suelo, así como en su regulación y régimen urbanísticos.
Apuntar una solución a estas cuestiones implica que nos detengamos en un concepto previo, directamente relacionado con el que nos ocupa: el de núcleo de población; reiteradamente recogido en las Leyes Estatales del Suelo e incorporado hoy también en las legislaciones autonómicas. La importancia de su análisis deriva de algo tan obvio como es el hecho de que un núcleo rural no deja de ser un núcleo de población; pero -en aquella tarea- habremos de observar la divergencia de su tratamiento normativo.
Tanto en el Texto Refundido de la Ley del Suelo de 1976 (vigente con carácter supletorio en aquellas Comunidades Autónomas que carezcan de legislación urbanística propia), como en el -hoy casi en su totalidad derogado- de 1992, el núcleo de población aparece, de un lado como una referencia negativa en orden a preservar de la posibilidad de su formación al suelo no urbanizable, considerándolo un fenómeno urbano e incompatible, por tanto, con esa clase de suelo, y de otro como una determinación que -fundamentalmente a aquel efecto- deben contener los Planes Generales o Normas Complementarias y Subsidiarias de Planeamiento.
En este orden de cosas -sin ánimo exhaustivo- véanse los artículos:
De la Ley del Suelo de 1976: art. 85, relativo a la posibilidad de autorizar la edificación aislada en suelo no urbanizable, siempre que no exista riesgo de que se forme núcleo de población ni tenga aquella las características propias de las zonas urbanas, y art. 94.1 sobre parcelaciones urbanísticas, definidas también por referencia a aquel concepto.
Del Reglamento de Planeamiento Urbanístico: arts. 34.d), 36.b) y 90.c), 91 y 93 que recogen como necesaria determinación de los Planes Generales en suelo urbanizable no programado y en suelo no urbanizable, así como de las Normas Complementarias y Subsidiarias de Planeamiento Municipal para esta última clase, el concepto de núcleo de población a los fines dispuestos en el artículo 85 de la Ley del Suelo antes citado. Así contendrán una definición de acuerdo con las características propias del territorio a ordenar, con determinación de las condiciones objetivas que den lugar a su formación.
Del Reglamento de Gestión Urbanística: arts. 44 y 45, relativos al procedimiento para la autorización de edificaciones aisladas en suelo urbanizable no programado y suelo no urbanizable.
No se encuentra así una definición legal, configurándose como un concepto jurídico indeterminado cuyo contenido debe dotar cada planeamiento. Esta ausencia quizá no deba ser interpretada como un olvido u omisión involuntaria, sino -y ya con anterioridad al nuevo orden competencial en materia de urbanismo- como un respeto a la diversidad territorial; entendiendo que debe ser tratado desde las características propias de cada espacio geográfico objeto de planeamiento.
Es significativa al respecto la Sentencia del Tribunal Supremo de fecha 10 de diciembre de 1986 (Rep. Aranzadi 1029/87). Avala su condición de concepto jurídico indeterminado y, aún más, señala que la falta de planeamiento específico donde se determine no impide que deba alcanzarse atendiendo a la base física contemplada y al caso concreto; de forma que - a título de ejemplo- cuando se aprecia una fuerte demanda de segunda residencia concluye que nos encontramos ante la posibilidad de formación de núcleo.
Algunas legislaciones autonómicas recogen una definición en defecto de caracterización del Planeamiento:
La Ley 5/99, de 25 de marzo, Urbanística de Aragón (art. 179.2). y la Ley 10/98 de 2 de julio, de Ordenación del Territorio y Urbanismo de La Rioja (art. 197.2). Vienen a considerar el núcleo de población, en similares términos como la agrupación de edificaciones residenciales susceptibles de necesitar servicios urbanísticos y dotaciones comunes.
BLANQUER PRATS, MARÍA BLANCA en su trabajo «Las bases fundamentales del núcleo de población» (publicado en la Revista de Derecho Urbanístico, núm. 72, marzo-abril 1981. págs. 13 y ss.) llega a una definición del núcleo de población como «el germen de la estructura de un sistema social ordenado que, a partir de cierto grado de desarrollo, requiere el tratamiento propio de una sociedad de carácter urbano». La vivienda aislada vinculada a los usos productivos del suelo no urbanizable nunca lo originaría; pues requiere de las extensiones de terreno necesarias para que aquella producción sea posible. En definitiva entiende que los elementos definidores del núcleo de población dependen de cada realidad territorial, de un conjunto de factores que sólo desde cada planeamiento concreto se pueden analizar.
De lo expuesto, fácilmente se deduce que un núcleo de población es una realidad, un fenómeno urbano, propio de esa clase de suelo, con todas las consecuencias que su régimen jurídico implica, de aprovechamientos y cargas urbanísticas, de necesidad de dotaciones y servicios; en resumen, de posibilidades de gestión a través de los instrumentos legalmente previstos. Y es tal porque expresamente La Ley de 1976 preserva al suelo no urbanizable del proceso de desarrollo urbano y en este sentido su artículo 11.3 confiere un mandato expreso a los Planes.
Si un núcleo rural no deja -como decíamos- de ser una asentamiento de población, necesitado obviamente de dotaciones y servicios, cabe preguntarse el porqué de su referencia o tratamiento específico desde las legislaciones autonómicas; a quienes, en su mayoría, no basta la determinación de las características y condiciones de los núcleos de población desde el planeamiento para tratar aquel fenómeno residencial que inicialmente se presenta con un tinte diverso. La cuestión estriba -como adelantábamos al principio- en que constituyen realidades territoriales con difícil encaje en el suelo urbano, derivando su naturaleza hacia el rústico y también con todas las consecuencias inherentes al régimen de este suelo, falto de instrumentos de gestión.
Antes de entrar en ejemplos de normativa autonómica, es preciso mencionar que en la legislación estatal la expresión «núcleo rural» fue contemplada en el artículo 16 del Texto Refundido de 1992 y hoy derogado. Dicho precepto, a raíz del tema de las parcelaciones urbanísticas, preserva el suelo no urbanizable del desarrollo urbano, pero contempla una excepción «sin perjuicio de lo que la legislación aplicable establezca sobre el régimen de los asentamientos o núcleos rurales en esta clase de suelo». Por primera vez se recogen expresamente y se decanta clasificación; pero no hay tampoco que perder de vista que las únicas edificaciones residenciales permitidas en el no urbanizable siguen siendo las habituales vinculadas a la explotación de los recurso del suelo: actividad agrícola, ganadera, forestal, etc.
No obstante, cabe recordar que -aunque ajena a la competencia autonómica- en la Ley de 1976 late ya un reconocimiento de un realidad territorial diversa, al mencionar como objeto de tratamiento de los Planes Especiales la mejora del medio rural (art. 17) y más específicamente cuando el art. 43 atribuye a estos Planes el objeto de mejorar las condiciones urbanísticas y especialmente estéticas de los pueblos de una comarca.
El citado artículo 16 de la Ley de 1992 fue derogado, no obstante no haber sido objeto de declaración de inconstitucionalidad por la Sentencia del Tribunal Constitucional 61/1997 de 20 de marzo. Hoy el vigente artículo 20 de la Ley 6/98, de 13 de abril, de Régimen de Suelo y Valoraciones vincula igualmente el suelo no urbanizable al aprovechamiento racional de sus recursos, con la única excepción de las actuaciones de interés público, siendo aún más estricto que aquel primer precepto, pues parece no dejar cabida a la vivienda unifamiliar aislada; lo que habrá de entenderse dejando a salvo las edificaciones afectas al uso de aquellos recursos. Este pronunciamiento será también determinante en cuanto a la calificación de los núcleos rurales.
En este contexto es donde las distintas legislaciones urbanísticas autonómicas abordan la regulación del suelo no urbanizable o rústico, preservándolo también del desarrollo urbano; pero con una visión más positiva, llegando a imponer obligaciones en el uso de los recursos e incluso contrapartidas o cargas -más propias del suelo urbano- a determinados aprovechamientos permitidos y, además, cuando su especificidad territorial así lo demanda, dedican un apartado a la población ubicada en esta clase de suelo bajo la forma de lo que, en general denominan: núcleos o asentamientos rurales, aunque para algunas habrán de tener la consideración y tratamiento de urbanos.
De las legislaciones urbanísticas autonómicas que se refieren a los núcleos rurales, destacamos ahora algunas definiciones puntuales y ciertos rasgos comunes.
Nos referimos en primer lugar a la Ley 9/1999 de 13 de mayo, de Ordenación del Territorio de Canarias, no tanto por el concepto que ofrece como por la neta distinción que realiza entre los núcleos que se encuentran vinculados a la explotación de los recursos propios del suelo rústico y aquellos otros que carecen de tal vinculación pero que no pueden asimilarse a lo urbano.
Así su artículo 5 relativo a las categorías de suelo rústico establece que cuando en los terrenos existan formaciones tradicionales de poblamiento rural y, de acuerdo con los criterios de reconocimiento y delimitación que para comarca establezca el plan insular, se considerarán: 1) Como suelos rústicos de asentamiento rural las entidades de población existentes con mayor o menor grado de concentración, generalmente sin vinculación actual con actividades primarias; cuyas características no justifiquen su clasificación y tratamiento como suelo urbano, de acuerdo con los criterios que establezcan las normas de planeamiento urbanístico. 2) Como suelo rústico de asentamiento agrícola, el referido a áreas de explotación agropecuaria en las que haya tenido lugar un proceso de edificación residencial relacionado con dicha explotación, En estos asentamientos se permiten algunos usos, pero siempre preservando sus características singulares (art. 63.3).
Sin embargo, quizá la más contundente regulación de los núcleos rurales se encuentre en la Ley del Suelo de Galicia, de 24 de marzo de 1997, que llega a configurarlos como una cuarta clase de suelo, aunque con el tratamiento propio de lo urbano; alcanzando una definición más allá de lo urbanístico, en términos que podríamos referir como político-administrativos.
Su artículo 75 considera núcleos rurales aquellas áreas del territorio que, por existir agrupaciones de vivienda y surgir relaciones propias de la vida comunitaria, constituyen un asentamiento de población singularizado bajo un topónimo diferenciado en los censos y padrones oficiales e identificado como tal por la población residente y por la práctica administrativa local y que se caracterizan por su especial vinculación con las actividades del sector primario de carácter agrícola, ganadero, forestal o análogo.
La Ley 6/90 de 20 de diciembre, sobre edificación y usos en el medio rural de Asturias y la Ley 9/94, de 29 de septiembre de Cantabria, Reguladora de los usos del suelo en el medio rural, en sus arts. 7 y 8 respectivamente y casi en idénticos términos, definen el núcleo rural como un asentamiento consolidado de población en suelo no urbanizable y que el planeamiento configure con tal carácter, en función sus características socio-económicas o de cualquier otra índole que manifieste la imbricación racional del asentamiento en el medio físico en que se sitúa. No obstante partir -al igual que las leyes antes mencionadas- de unos asentamientos vinculados al medio rural tradicional y que, por tanto, no constituyen realmente un desarrollo urbano; los hace acreedores de los servicios urbanísticos propios de este medio y, más allá, contempla la creación de nuevas agrupaciones de viviendas, con adaptación al medio, pero que, necesitadas de servicios urbanísticos, permite que se utilicen medios de gestión similares a otras clases de suelo (no podrán entenderse otros que los del suelo urbano o urbanizable).
La Ley 6/1997, de 8 de julio, del Suelo Rústico de las Islas Baleares deja al planeamiento la calificación de este tipo de asentamientos dentro del suelo urbano o del no urbanizable, al igual que la Ley Foral 10/94, de 4 de julio, de Ordenación del Territorio y Urbanismo de Navarra. Es la primera de ellas más explícita en la regulación al pronunciarse sobre el carácter rural del núcleo cuando sus características desaconsejen su inclusión en otra clase de suelo y advirtiendo expresamente que aquel no amparará nunca nuevos asentamientos sin vincular a cada vivienda la superficie de parcela mínima que para cada actividad establece esta Ley; es decir sigue vinculado a los usos propios definidos en el plan para el no urbanizable.
De forma concreta la Ley 5/98, de 6 de marzo, del País Vasco, de Medidas urgentes en materia de régimen de suelo y ordenación urbana, define el «suelo no urbanizable de núcleo rural» por referencia a la agrupación de un determinado número de caseríos aglutinados en torno a un espacio público que los aglutina y confiere su carácter (art. 1). Precisa así su realidad territorial y mantiene un estricto control en cuanto a la posibilidad de su ampliación, de incremento del número de viviendas, añadiendo que no podrán definirse nuevos equipamientos o espacios libres (dado que parecen ser los verdaderos elementos definidores de cada núcleo).
Por último, la Ley 5/99, de 8 de abril, de Urbanismo de Castilla y León, bajo la expresión asentamiento tradicional, dentro del suelo rústico, comprende los terrenos que el planeamiento estime necesario proteger para preservar formas tradicionales de ocupación humana en el territorio (art. 16) y, de cara a la inclusión de nuevas edificaciones, los protege en el mantenimiento de sus características edificatorias y usos tradicionales que en él se desarrollan.
Se ofrecen así distintas definiciones desde cada peculiar óptica territorial; pero que, en esencia, identifican una misma realidad: asentamientos, grupos, núcleos, manifiestamente vinculados a la utilización de los recursos propios del suelo rústico y que, en coherencia, llevarían aneja la misma calificación urbanística; con perfecto encaje en el marco de la regulación estatal del suelo no urbanizable, que posibilita la edificación vinculada a la explotación; sólo que en este caso surge como un fenómeno de conjunto o de grupo.
Más difícilmente se encuadran en el suelo rústico aquellos núcleos desvinculados de las actividades primarias o de la utilización de los recursos del suelo (que cita, como vimos, la Ley Canaria); pero no cabe duda de que, aún así, puede tratarse de asentamientos tradicionales con unas características evidentemente ajenas a lo urbano y que realmente impiden su encaje en esta clase de suelo.
La incorporación de nuevas agrupaciones de viviendas a los núcleos -caso de permitirlo el planeamiento- ha de derivar en un tratamiento urbano, y aquí las legislaciones autonómicas cuidan en su regulación de preservar, más o menos estrictamente, su carácter como seña de identidad territorial.
Pero también hay que decir que, fijadas esas señas de identidad territorial regionalmente, habrá de ser el planeamiento quien, en su propio espacio a ordenar, decida el carácter de sus núcleos: urbanos o rurales y, en consecuencia, su gestión. Así lo contemplan -como vimos- algunas legislaciones autonómicas, y no olvidemos que al planeamiento dejaban las leyes estatales la determinación del núcleo de población, fijar en qué condiciones se produce un fenómeno urbano en su territorio.
Los vaivenes normativos en cuanto a la inclusión ab initio del núcleo rural en una u otra clase de suelo, no evidencian sino el problema de su gestión. Las legislaciones autonómicas son conscientes de que, vinculados en mayor o menor medida a la explotación de los recursos naturales, su población demanda servicios (típicamente urbanísticos además), demanda dotaciones y equipamientos (de difícil obtención, salvo a cargo exclusivo de fondos públicos) y son conscientes también de que en suelo no urbanizable se producen verdaderos aprovechamientos urbanísticos sin contrapartidas, las cuales, aún así, se aventuran a regular.
Este problema es puesto claramente de manifiesto por VENANCIO GUTIÉRREZ COLOMINA en su trabajo «Un enfoque positivo del suelo no urbanizable y urbanizable no programado». (Revista de Derecho Urbanístico, núm. 142, marzo-abril de 1995, págs. 63 y ss). El suelo no urbanizable ha pasado de considerarse, desde la legislación estatal, como una categoría residual y negativa, a ser uno de los valores básicos de la ordenación del territorio en las legislaciones autonómicas y ha pasado también de tener una vinculación a explotaciones agrarias a ser el soporte de usos distintos (nuevas tecnologías, equipamientos, turismo rural, nuevos servicios y una específica función residencial, siempre que sus objetivos y tipología no sean urbanos). Esta variedad no se recoge desde las leyes estatales, donde el suelo rural carece de aprovechamiento urbanístico en una ausencia de regulación positiva; regulación reclamada por el autor ya desde la Ley 8/90, entendiendo que debía haber profundizado en una serie de mecanismos de equidistribución para el suelo no urbanizable, dotándolo de instrumentos de gestión; porque en él se puede ya hablar de verdaderos aprovechamientos. Demanda que mantiene hoy toda su vigencia.
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