Derecho Urbanístico
1. El establecimiento de los criterios legales de clasificación.
1. Como es sabido [V. ordenanzas urbanísticas y Derecho Urbanístico (competencias concurrentes para su integración)], la técnica de la clasificación contribuye decisivamente a la determinación del contenido concreto del derecho de la propiedad urbana. A través de ella, todos los terrenos de un mismo término municipal resultan incluidos en todas o algunas de las categorías o clases previstas legalmente. Y, a partir de ahí, el propietario conoce, de entrada, si su terreno está excluido o no del proceso urbanizador y edificatorio y, si no lo está, si es susceptible o no de ser edificado inmediatamente, en cuyo caso podrá conocer también cuáles son los usos posibles y las características constructivas de toda índole de las edificaciones que los materialicen. Esto último sucede en concreto en el caso del suelo urbano, donde la reglamentación es exhaustiva desde el nivel del planeamiento general (y a esa pormenorización se le denomina calificación).
Por ello, los criterios de la clasificación de suelo inciden indudablemente en la delimitación del derecho de propiedad y conforman uno de esos aspectos en los que la confluencia de competencias se hace inevitable, al tratarse, según la doctrina constitucional, de un verdadero presupuesto para el nacimiento de un concreto estatuto jurídico en virtud de la categoría de suelo otorgada.
2. En efecto: es viable que el legislador estatal establezca la división del territorio municipal en distintas clases de suelo, pues ello:
«No es más que el presupuesto de la misma propiedad del suelo, fijando tres posibles clasificaciones, de las que se derivará un régimen jurídico también distinto. [...] constituye la premisa, a partir de la cual se fijan tales condiciones básicas [...] Constituye, también, el presupuesto lógico-jurídico para la aplicación del entero sistema de valoraciones a efectos indemnizatorios, por lo que entronca con la determinación del presupuesto de hecho que permita el ejercicio de la competencia estatal en la materia (art. 149.1.18.ª C.E.)» (FJ 14.º.b).
Ahora bien, en el establecimiento de tales distintas clases de suelo no puede irse prácticamente más allá de su mera enumeración, puesto que la competencia correspondiente «no implica la prefiguración por el legislador estatal de modelo urbanístico alguno». El único contenido imperativo alcanzable aquí por la regulación estatal consiste en «deferir al titular de la potestad de planeamiento la división del ámbito territorial municipal en todas o algunas de las siguientes hipótesis básicas: Suelo consolidado urbanísticamente, suelo apto para el proceso urbanizador y suelo preservado de tal proceso; supuestos básicos a los solos efectos de anudar determinadas facultades dominicales y unos criterios de valoración a su vez básicos del derecho de propiedad urbana» (FJ 14.º b).
Por eso, se enfatiza especialmente que:
«La referencia a tales categorías no puede implicar la predeterminación de un concreto modelo urbanístico y territorial» (FJ 14.º b, in fine).
3. La clasificación de los terrenos como suelo no urbanizable implica de suyo la exclusión de aquéllos del proceso urbanizador y edificatorio. Desde esta perspectiva, el Tribunal Constitucional enfatiza que la competencia para fijar el pertinente criterio incumbe al legislador estatal.
El art. 15 T.R.L.S.-1992 en concreto (como el art. 20 Le.Re.Su.V.) «declara prohibido todo uso constructivo o edificatorio en suelo no urbanizable»; entraña, por lo tanto, una delimitación por vía negativa del alcance de la propiedad urbana, que, de hecho, es excluida en esta clase de suelo, salvo en los supuestos excepcionales del art. 16.
Pues bien, este enfoque, precisamente, es el que le otorga legitimidad constitucional porque se circunscribe a la definición de condiciones básicas, como mínimo común denominador normativo, sobre la que la propia doctrina constitucional se ha explayado con anterioridad: «Debe entenderse el art. 15 T.R.L.S. como una prohibición general de usos edificatorios -con la consecuente imposibilidad de adquirir propiedad urbana fuera de los terrenos previstos por los poderes públicos competentes-». Pero es que, además, «no determina un concreto régimen positivo de usos en esta clase de suelos, sino que se remite a lo que disponga la legislación sectorial correspondiente, sea estatal o autonómica, y que será la que discipline el uso agrario, forestal, ganadero, cinegético, etc., del suelo no urbanizable o rústico en sentido amplio» (FJ 16.º a).
4. Por otro lado, la misma doctrina se repite sobre el establecimiento de criterios para la clasificación como suelo no urbanizable de especial protección, incluso con mayor contundencia.
Así, el art. 17 T.R.L.S.-1992 «se refiere a uno de los posibles destinos del suelo no urbanizable -las áreas de especial protección- y circunscribe su alcance a la declaración de que el planeamiento territorial y urbanístico podrá delimitar áreas de especial protección en las que estará prohibida cualquier utilización que sea contraria con su destino o naturaleza, lesione el valor específico que se quiera proteger o infrinja el concreto régimen limitativo establecido por aquél, sin que, por ello, se prejuzguen las competencias autonómicas sobre la materia».
Pues bien, aquí es perfectamente estimable la invocación del título constitucional ex art. 149.1.23.ª C.E., puesto en conexión con el 149.1.1.ª:
«En virtud del primero, no puede negarse la competencia estatal para hacer posible -a través del planeamiento que corresponda a la Administración competente- la declaración de áreas de especial protección y las prohibiciones generales de usos incompatibles con aquéllas [...] Tanto la potestad para llevar a cabo la planificación de los recursos naturales, como los efectos prohibitivos y su prevalencia sobre los usos constructivos del suelo se acomodan sin esfuerzo alguno al concepto de lo básico, calificación que, por otra parte, no supone atribuirle al Estado competencia específica en materia de urbanismo. Encaja igualmente en el concepto de norma básica el principio que se infiere del art. 17 T.R.L.S., según el cual ha de prevalecer la finalidad protectora que a cada área pueda atribuirle la Administración competente en cada caso frente a los usos del suelo que le sean contrarios».
También está, evidentemente, conectado con las condiciones básicas de la propiedad del suelo pues tal precepto, a la postre, «fija un límite general consistente en prohibir todo ejercicio del derecho contrario a lo que el área pretende precisamente preservar», pero sin establecer «cuál haya de ser ese concreto régimen», sin cuestionar, pues, las competencias autonómicas (FJ 16.c).
2. Incidencia de la Le.Re.Su.V. en la materia.
a) Configuración de la técnica clasificatoria al servicio de la desregulación del sector.
1. En el marco fijado por la S.T.C. 61/1997, descrito supra [V. Derecho Urbanístico (competencias concurrentes para su integración)], el legislador estatal de 1998, ha establecido las nuevas definiciones de las clases de suelo.
En la filosofía general de la Le.Re.Su.V., la redefinición de las categorías tradicionales era una de las piezas clave en el engranaje del mecanismo destinado a hacer realidad la desregulación y liberalización del sector.
2. Si tenemos en cuenta que tal filosofía general partía de reconocer que el derecho a edificar, con el de urbanizar, pasaban a constituir sendas «facultades inherentes al derecho de propiedad» enterrando expresamente de modo simultáneo la concepción que se atribuía al T.R.L.S.-1992, esto es, aquella en cuya virtud «el derecho de propiedad sólo era inicialmente un derecho de propiedad de suelo rústico», como dijo el Ministro de Fomento en la presentación del proyecto, parece lógico que ello implicara una nueva definición de las categorías de suelo.
En efecto, el suelo no urbanizable, por ejemplo, es decir, el excluido por definición del proceso urbanizador y edificatorio, no podía seguir siendo el suelo residualmente mayoritario sino el excepcional, puesto que la regla que venía a instaurarse significaba que, en principio, todo el suelo era urbanizable y edificable, que, en principio, todo propietario de suelo tenía derecho a la urbanización y edificación del mismo.
La coherencia interna del sistema exigía, por lo tanto, que, en cierta forma, el suelo urbanizable se erigiera en la categoría común, al margen obviamente de todo lo que fuera ya suelo consolidado por la urbanización (suelo urbano), y que el supuesto de inaptitud para la urbanización se constituyera en la categoría excepcional, puesto que excepcional venía a ser a partir de ahora el supuesto en el cual el propietario no tuviera, «en el núcleo de facultades esenciales ineludibles» de su derecho de propiedad las de urbanizar y edificar.
3. Todo ello conducía a que la adscripción de terrenos a la clase de suelo no urbanizable respondiera típicamente a la concurrencia de circunstancias objetivas que los hicieran merecedores de una especial protección al abogar aquéllas por su exclusión de cualquier proceso transformador, es decir, respondiera a una configuración reglada (el Tribunal Supremo hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que el suelo no urbanizable de especial protección era una categoría reglada).
Adicionalmente, como modalidad excepcional, esa adscripción de terrenos a tal categoría de suelo, podía efectuarse, aun sin concurrir circunstancias de aquella índole, por decisión del planificador, pero, invirtiéndose los términos tradicionales del ejercicio de la potestad de planeamiento, siempre que esa decisión se justificara por el planificador, y no sobre la base de cualquier argumento, sino, precisamente, sobre la base de su inidoneidad para un desarrollo urbano racional.
Es decir, siendo la regla el carácter urbanizable del suelo por deducirse de la proclamación general del derecho de todo propietario a promover su transformación, la excepción tenía, a partir de ahora, que justificarse, y la carga de la prueba recaía sobre la Administración en beneficio del administrado.
4. Sabido es que en la cultura jurídico-urbanística precedente, ese derecho lo daba el Plan, no estaba ínsito en el derecho de propiedad, y para que un propietario pudiera abrigar esperanzas de desmontar una clasificación de suelo no urbanizable tenía que justificar, él, que el planificador había ejercido inadecuadamente su potestad, justificación que se traducía en acreditar irracionalidad en la decisión, arbitrariedad, desviación de poder, o errónea apreciación de los hechos determinantes para la adopción de aquélla, según las técnicas tradicionales de control de la discrecionalidad acuñadas en nuestro Derecho.
La nueva filosofía, que invertía los términos en la posición del propietario y de la Administración, provocaba así una nueva definición legal de las categorías de suelo, para la cual, en principio, según lo dicho, el Estado tenía competencia al amparo del art. 149.1.1.ª C.E., dada su conexión con las condiciones básicas del derecho de propiedad (en puridad, al ser presupuesto para la fijación de éstas).
5. Así lo asumía expresamente la Exposición de Motivos del proyecto de Le.Re.Su.V., inmediatamente después de constatar que el legislador estatal no podía «por sí solo afrontar la tarea indicada» (la «rectificación» de nuestra tradición urbanística «cuyo norte no puede ser otro que la búsqueda de una mayor flexibilidad que, de un lado, elimine los factores de rigidez que se han ido acumulando y, de otro, asegure a las Administraciones Públicas responsables de la política urbanística una mayor capacidad de adaptación a una coyuntura económica cambiante, en la que los ciclos de expansión y recesión se suceden con extraordinaria rapidez»):
«A la que sólo puede aportar una solución parcial, poniendo a contribución su indiscutible competencia para [...] regular el derecho de propiedad del suelo a fin de garantizar la igualdad de las condiciones básicas de su ejercicio en todo el territorio nacional, así como regular otras materias que inciden en el urbanismo como son la expropiación forzosa, las valoraciones, la responsabilidad de las Administraciones Públicas o el procedimiento administrativo común.
Por ello, su obra reclama una continuación por parte de los legisladores de las diferentes Comunidades Autónomas, sin la cual la reforma que ahora se inicia quedaría incompleta». (punto 1, in fine).
Pues bien, a renglón seguido, se reafirmaba la competencia para la «determinación» de las distintas clases de suelo sobre la base de su íntima conexión para las condiciones básicas de derechos y deberes de los propietarios situados en cada una:
«Dentro de esos concretos límites, que comprenden inequívocamente la determinación de las distintas clases de suelo como presupuesto mismo de la definición de las condiciones básicas del derecho de propiedad urbana
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