En el derecho romano primitivo, rigurosamente individualista, el testador tenía ilimitados poderes para disponer de sus bienes. Ninguna porción de la herencia estaba reservada necesariamente a sus hijos, a su cónyuge. Esta situación se mantuvo hasta fines de la república. Ya por entonces, pareció chocante al sentimiento de justicia esta facultad sin restricciones para disponer de los bienes, que permitía dejar en la miseria a los hijos, sin ninguna razón fundada y por simple arbitrio caprichoso del padre. Se introdujo por aquella época un remedio que se llamó querella inofficiosi testamento. Se partía de la ficción de que una exclusión injusta sólo podía emanar de una mente enferma; no era que se Reputase demente al testador, ni que hubiera que producir la prueba de que éste lo estaba; bastaba esa simple apariencia de insania (color insaniae) derivada de la irrazonabilidad del acto, para que se
hiciese lugar a la acción. El resultado era la caída de todo el testamento; los bienes se distribuian entonces como si aquél hubiera fallecido intestado. Recién en el derecho justinianeo, la legítima adquiere su configuración moderna; ya no cae todo el testamento, sino que el heredero forzoso tiene derecho a reclamar una parte de la herencia de la cual no puede ser privado sin justas causas.
Legítima es la parte del patrimonio del causante de la cual ciertos parientes próximos no pueden ser privados sin justa causa de desheredación, por actos a títulos gratuito.
Esta definición requiere algunas explicaciones porque para calcular la legítima no se considera únicamente la herencia, es decir, el patrimonio dejado al fallecer, sino también los bienes donados en vida por el causante. Por lo tanto, los herederos forzosos no sólo pueden atacar el testamento que ha afectado su porción legítima, sino también las donaciones.
No gozan de este privilegio todos los parientes con derecho sucesorio, sino solamente aquellos unidos muy estrechamente al causante: los descendientes, los ascendientes y el conjuge.
Son los herederos forzosos. La legítima varia según el orden del parentesco:
es mayor para los descendientes que para los ascendientes, y estos a su vez, la tienen mayor que el cónyuge.
La parte de la cual el testador puede disponer libremente se llama porción disponible. Puede repartirla entre los herederos forzosos por partes iguales, puede asignarla toda a uno de ellos o a un extraño.
Durante siglos fue en tema preferido de discusión, si era más conveniente el sistema de absoluta libertad de disposición de los bienes o si, por el contrario, era preferible establecer una legítima. En favor del primero se aducía que el derecho de propiedad es absoluto y por tanto, no es posible limitar las potestades del propietario; que da mayor coherencia y unidad a la familia, al robustecer considerablemente la autoridad paterna; que la posibilidad de dejar todos los bienes a un hijo (por lo común el mayor) permitía mantener el rango y el poder de la familia; que se impide la subdivisión excesiva de los inmuebles, lo que importa inutilizarlos desde el punto de vista económico.
Todos éstos argumentos resultan hoy inactuales. Ya nadie concibe la propiedad como un derecho absoluto; la potestad del estado de regular y limitar los derechos de los propietarios es, en nuestro días, indiscutible. En lo que atañe a la autoridad paterna, es indudable
que su facultad para disponer libremente de sus bienes le permitía mantener una mayor sujeción de sus hijos a su voluntad; pero no es deseable una autoridad fundada en el interés o en el miedo, ni
fomentar un ejercicio arbitrario de ella ni mantenerla aun después de que los hijos hayan llegado a la mayoría de edad. Por lo demás, como el causante tiene a su disposición la porción disponible, podrá premiar con ella al buen hijo, o favorecer al necesitado, sin incurrir en excesos o exclusiones repudiables. Ni puede hablarse ya de la conveniencia de mantener el rango de la familia, pues ello repugna
a la conciencia democrática moderna. La posibilidad de que el padre, sin otra causa que una razón de orgullo o una pretensión de poderío, desherede a varios hijos para concentrar todos los bienes
en cabeza del mayor, es inconciliable con el espíritu de igualdad de que están animadas las sociedades contemporáneas. Tampoco puede hablarse-y menos en nuestro país- del peligro de la excesiva subdivisión de la tierra, pues cuando la explotación se vuelve antieconómica, los herederos serán los primeros interesados en enajenarla de modo de formar predios aptos para una explotación racional.
La institución de la legítima responde a un poderoso sentimiento de justicia.
Forma parte de la lucha contra el privilegio en que están
empeñadas las masas en el mundo entero. La discusión en torno de ella está ya superada.
Solo en Inglaterra, la mayor parte de los Estados unidos de América y Canadá se mantiene el sistema de la libre disposición de los bienes.
El testador no puede imponer ninguna limitación al goce de la legítima por los herederos forzosos. Y si impusiere algún gravamen o condición, se tendrán por no escritos. La solución el lógica, porque el derecho a la legítima no proviene de la voluntad del causante, sino de la ley.
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