Tradicionalmente se exigía la previa autorización judicial para poder el acreedor, ejercer los derechos de su deudor, con lo cual la subrogación era concebida como una facultad sometida al contralor del magistrado.
Este enfoque de la institución se apoyaba en el antecedente similar, atribuido al derecho Romano, y en la creencia de que de ese modo se impedía que el acreedor se hiciera justicia por mano propia. Pues, así como los acreedores no pueden, para obtener el pago de sus créditos, apropiarse por su propia autoridad de los bienes del deudor, sino que deben recurrir a los jueces, igualmente - se decía- deben proceder de esa manera cuando se sustituyen al deudor en
el ejercicio de los derechos de éste, lo cual implica una suerte de incautación de esos derechos.
Aubry y Rau, que primeramente se habían atenido a la concepción clásica, introdujeron en ella la siguiente variante:
para la realización de actos conservatorios, la autorización judicial no es necesaria, pero si lo es " cuando los acreedores no obran con el único fin de prevenir la disminución del patrimonio del deudor,
sino con la intención de privar a esté de la disposición del derecho o de la acción que ellos ejercen, y de asegurarse el beneficio de los mismos".
La doctrina posterior ha rechazado esa exigencia que, en verdad, carece de razón de ser. Por lo pronto, porque la ley nada dice al respecto, debiendo interpretarse este silencio en el sentido de la prescindencia y no de la imposición de ese recaudo. En segundo lugar, en la compresión clásica se desliza un notorio error de concepto: cuando los acreedores hacen valer los derechos del deudor, no se apropian de los bienes de éste, puesto que la utilidad obtenida con la gestión, queda en el patrimonio del deudor. Solo en un segundo momento, el acreedor subrogante, como cualquier otro acreedor, ajeno a la subrogación, podrá pretender cobrarse con los bienes ingresados al patrimonio ha cumplido. Pero, para ello, será indispensable la sentencia del juez, que determine la adjudicación, según los trámites procesales pertinentes, como respecto de cualquier acreedor. En realidad, son dos cuestiones diferentes, que han sido confundidas: la subrogación, en si misma, y la adjudicación de la utilidad obtenida por la gestión del subrogante. Mientras
aquella no importa una apropiación de bienes, esta otra implica un desplazamiento de valores de un patrimonio a otro, que sólo puede ser ordenado por el juez, única autoridad competente para apreciar
la legitimidad de tal desplazamiento.
Por tanto, es impropio exigir la intervención judicial para la subrogación en si misma, que es de lo que aquí se trata.
En tercer lugar, la previa autorización judicial para ejercer la subrogación significa crear un rodaje inútil y oneroso, que
convertiría esa facultad en impracticable, por la necesidad de seguir un doble juicio: uno, para recabar la subrogación judicial, tramite
que estaría sometido al procedimiento del juicio ordinario; otro, para ejercer los derechos del deudor inactivo. Es claro que conceder a los acreedores un derecho, en semejantes condiciones, es prácticamente negarlo.
Por fuerza de esas reflexiones se ha impuesto, tanto en la doctrina, cuanto en la jurisprudencia, el rechazo de la autorización judicial previa para actuar por vía de subrogación.
Por excepción, la ley argentina impone expresamente la subrogación judicial previa, cuando los acreedores impugnan la renuncia a una herencia efectuada por su deudor. En esa hipótesis, los atacantes combinan dos acciones: una acción medio, que es la revocatoria o Paulina, a fin de que se anule respecto de ellos- es una inoportunidad- la renuncia del deudor; y una acción fin, que es la subrogatoria, para poder aceptar la herencia deferida al deudor, luego de removida la renuncia de éste, y con ello lograr enjugar sus créditos con los bienes hereditarios.
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