Determinar o graduar la pena quiere decir fijar la que debe corresponder para cada delito. El problema se plantea en cuanto al modo de hacer esa graduación y se complica tanto más cuando difiere respecto del criterio o concepto que de la pena se tenga. Si funciona como prevención, en el sentido de que por el temor que infunde resulta idónea para apartar a la gente de cometer un delito, habría que admitir que, cuanto más grave, mejor sirve; pero entonces resulta innecesaria la valoración individual del hecho y de la persona, con lo que no sería justa.
La pena tiene que ser tan grave que su amenaza pueda vencer el estímulo del crímen; pero sin pasar el límite dentro del cual resulta justa su aplicación.
Este sentimiento de justicia debe ser la guía del legislador cuando efectúa el delicado cómputo de las penas, al graduar su aplicación, tanto como corolario de cada uno de los delitos que describe, como de su adecuación, genéricamente considerada, respecto de ciertas personalidades y conductas.
Realizado un hecho violatorio de la norma penal, se presenta al juez el problema de aplicar al autor de esa violación, un remedio ambivalente que, por un lado, proteja a la sociedad contra
atentados semejantes y, por el otro, actúe en el mismo sujeto, ora
reformandolo, si entiende ello posible, ora eliminando la posibilidad de su reincidencia, si forma juicio de su irreformabilidad.
La ley pone en sus manos las penas y las medidas de seguridad en número y calidad variables. Una graduación penal y una serie de sanciones son el instrumento de que dispone para cumplir su misión. Esta operación, dirigida a adecuar el remedio legal a la persona misma del delincuente, lleva el nombre de individualización penal, que se realiza por la ley (individualización legislativa), por el juez (individualización judicial) y una tercera forma de adecuación,
la operada en los establecimientos carcelarios (individualización administrativa).
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