La doctrina y la jurisprudencia de los tribunales, en general, han admitido reiteradamente que la vida humana tiene por si un valor económico indemnizable con arreglo a las circunstancias relacionadas con la víctima y sus parientes, para cuya apreciación tiene el prudente arbitrio judicial un amplio margen, habiéndose llegado a resolver que es innecesaria la prueba concreta de los daños experimentados por la viuda e hijos del difunto.
Esto no importa desconocer lo que dice Orgaz en el sentido de que esa valoración económica de la vida humana se hace "en consideración a lo que produce o puede producir en el orden patrimonial".
Sin duda el fundamento por el cual se computa la vida del hombre como factor indemnizable es el apuntado, pero es menester hacerse cargo de que muy frecuentemente no es de fácil mensura
el daño sobreviniente al fallecimiento del padre o del cónyuge, y son muchos los factores imponderable de negativa incidencia
patrimonial que suele desencadenar el hecho cuya reparación la ley impone al responsable. Es ello lo que ha llevado a los jueces a establecer como una presunción iuris tantum que la muerte provoca un daño patrimonial a la viuda e hijos del difunto, cuya cuantía debe
ser fijada prudencialmente.
También es indemnizable el daño moral que la muerte de una persona pueda provocar a sus familiares.
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