Al lado de la función de administración, existe otra, muchas veces no claramente diferenciable, que consiste en fijar las grandes pautas a las que se ajustará la primera. La actividad cotidiana de la sociedad no es-o al menos no debe ser- el resultado de improvisaciones ocasionales; es preciso que existan directivas generales que confieran unidad al accionar del órgano administrador.
Estas líneas pueden encontrarse, esquematicamente, en el contrato social o el estatuto y cuando se las modifique, amplíe o restrinja, será necesario modificarlos. Lo mismo ocurrirá cuando se quiera innovar en la estructura social, como cuando se adopte otro tipo de sociedad, o se cambien las atribuciones de los órganos, o se modifique el capital social, o altere (en algunos tipos) el elenco de socios. Además, es necesario designar (si no lo están en el acto constitutivo) las personas que ejerceran las funciones de los demás
órganos. Todo ello encuadra, en términos generales, la función de gobierno.
Esta función es ejercida por un órgano especial que variará sustancialmente conforme al tipo de sociedad de que se trate. De el se deriva la integración de los demás órganos-o de algunos, según el tipo societario- y su composición abarca siempre la más completa representatividad de los socios. Pero ello no quiere decir, como equivocadamente se ha afirmado muchas veces, que el órgano de gobierno y en especial el de la sociedad anónima-la asamblea- sea soberano. Sus funciones están también limitadas por la ley y el contrato, lo mismo que las de los demás órganos; cada cual tiene
su esfera de atribuciones y ninguno puede invadir válidamente la de
los demás. Así, un acto de administración decidido por el órgano competente, no puede, en principio, ser vetado o anulado por el órgano de gobierno.
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